martes, 24 de marzo de 2009

De un niño de provincias que se vino a vivir a un Tintoretto

Lo confieso: había evitado prejuiciosamente toda visita a Venecia. El pastel de Visconti, La muerte en Venecia, había influido mucho en mis prejuicios: ese paseo por la laguna con el Adagio de la quinta de Mahler que arrebataba a Alfonso Guerra hace muchos años, hace muchos años que había obrado en mí de forma maligna. El deseo de no unirme al turismo masivo no era una razón menor. Pero siempre se termina cayendo en todas las tentaciones. Para disculparme a mí mismo me llevé un excelente libro de Vicente Molina Foix, Tintoretto y los escritores, como guía de campo. La verdad que Venecia en sí confirmó muchos prejuicios y disipó muchos otros. No sentí la morbidezza de John Ruskin (es difícil entre un millón de turistas como uno), pero sí la presencia de una cultura que amó el oro, la guerra y la belleza a partes iguales. Pero, en fin, Tintoretto fue el descubrimiento. Descubrir un escritor, un pintor, un director es una de las sorpresas que guarda la vida (las otras, las mejores, son descubrir gente, pero ésa es otra historia). Para mí, que siempre amé los interiores barrocos holandeses de Vermeer o Rembrandt, los pintores venecianos me resultaban demasiado retóricos. Pero no: descubrir a Jacopo Robusti, Tintoretto, ha sido descubrir el origen de la luz, el movimiento y la imaginación.
La crucifixión de la Scuola de San Rocco: una inmensa tela como una escena en cinemascope, un prodigio de narración, una historia de la muerte y el dolor. Uno puede estar horas contemplando lo que más que una composición pictórica es una composición narrativa. Una luz tenebrosa de ocres, un cristo en semiescorzo que abraza la escena, una mujer que se desmaya de dolor en manos de otras mujeres, todo es tiniebla y fin del mundo.



La matanza de los inocentes, orgía de la violencia y el horror sin que la escena muestre la violencia en sí. Basta el rostro y el gesto de sus víctimas: una mano de madre que agarra la espada del asesino, un cuerpo que cae al vacío representado en el angustioso instante de soltar al hijo. El final de la humanidad.



Es Tintoretto el inventor del cine ( o viceversa). Un universo de carnes y cuerpos sumidos en el horror.
El Juicio final de Santa Maria dell'Orto, otra tela infinita que representa el río de la vida, en el momento en que el suelo desborda de cadáveres semidescompuestos, miembros que surgen de la tierra y cuerpos que abrazan a la vida, un mar que se vuelca sobre el mundo, un baile de brazos y torsos en volatines increíbles. No he conseguido una imagen aceptable, es demasiado grande la tela y de una extraña forma ojival para adaptarse al lateral del altar. Pero es sublime: justifica que cualquier prejuicio se deje a la puerta.

El origen de la Vía Láctea, cuerpos ingrávidos que se coordinan en una danza de color y lujuria.


Como casi todos los buenos pintores, a Tintoretto no le preocupa el mecenas ni el tema: si es religioso, su piedad roza lo blasfemo, si es profano, su mirada limita con lo escandaloso. Pintó infinitos cuadros, innumerables cuerpos volantes, enseñó a los surrealistas todo lo que podían aprender de la imaginación, asombró al mundo. Sartre viajaba casi cada año a Venecia a visitarle. Su ensayo épico sobre Tintoretto no es creíble pero es lo más parecido a la pasión humana dentro de lo que podía sentir un ser como Sartre. Fueron innumerables sus admiradores y también sus detractores. Le acusan de haber inventado el cinemascope. Es la mejor alabanza.
No he acabado de curar mis prejuicios sobre Venecia, pero me he quedado a vivir en un Tintoretto.

1 comentario:

  1. Me alegro, Fernando, que, además de haber sucumbido a esa tentación, te hayas aposentado en un Tintoretto. Pero ciudado, de vez en cuando abre la ventana y mira para abajo, hacia aquí, donde procuramos vivir.

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