domingo, 25 de octubre de 2009

Nostalgia del orden (cósmico)

Estaba dando clase el jueves sobre los inicios de la modernidad y la metáfora del mundo como libro, una metáfora que se extiende desde los ilustrados islámicos que comienzan a pensar en los dos libros: el libro de Dios y el libro de la Naturaleza y, al explicar que esta manera de entender el mundo lo convirtió en un mundo de signos, lejos poco a poco de un mundo de cosas que actúan por analogía, comencé a pensar (en voz alta para desesperación de los alumnos que se temían otro viaje por las ramas) que no fue casual que por la misma época tardomedieval se extendiera por toda la koiné ilustrada el movimiento místico: sufíes, cabalísticos, mendicantes. Todos coinciden en entender la vida como un esfuerzo por entender. En un mundo ya no habitado por los dioses, como explicaba Michael Certeau, el místico escucha y atisba los signos, y llega a la convicción de que solamente un lenguaje secreto le permitirá entender, y es entonces cuando su fabla encriptada se expresa como la senda que está recorriendo internamente para alcanzar la sabiduría.
Nacía así una nueva forma de entender la educación y el aprendizaje: no como el mero seguir al maestro sino como la búsqueda interior y el ascenso a una realidad que sólo se encuentra en uno mismo. Aprender es para el místico aprender a leer: un lenguaje que está ahí, hecho de palabras comunes y metáforas comunes, pero que oculta un significado al que no puede llegarse por la mera comprensión lingüística, sino por la preparación del alma y el cuerpo.
Más tarde la ciencia se postuló como un camino similar, incluso inventó la idea de método para ejemplificar ese camino. También el arte, ya en el Barroco, también otras muchas formas culturales que pensamos creadas por la ilustración: una ilustración que borró cuidadosamente sus huellas creyendo que así ocultaría sus orígenes.

No es mi intención reivindicar la mística, no estoy en situación de hacerlo ni tampoco está cercano mi carácter a esa forma de ser o estar. Pero sí confieso mi simpatía por un movimiento que nace bajo el signo de la nostalgia por el orden de un mundo que se estaba disolviendo.


Los derviches giróvagos discípulos del maestro Mevlana danzan los cantos y músicas sufíes elevando la mano derecha al cielo y la izquierda al suelo, la cabeza inclinada entre la sumisión y el sueño, vestidos del blanco que significa su mortaja. Su danza convoca las fuerzas cósmicas que descienden así a su cuerpo en analogía con las revoluciones celestes, de las que su cuerpo se ha convertido en mímesis.


Me impresionó en la mezquita de Konya en Turquía, dedicada a la memoria de Mevlana, el poeta místico fundador del movimiento sufí, el aura de tolerancia que iluminaba aquél lugar. "Entra aquí sea cual sea tu creencia. Entra aquí aunque no seas creyente...."



Oigo a menudo los discos de música sufí para preservar aquellas palabras, porque también me duele a veces el alma de nostalgia de un orden cósmico que sé que se ha ido para siempre.
La danza de los giróvagos, ahora ya puro espectáculo turístico, no convoca el lado luminoso de la fuerza, sólo habla de uno de los tiempos en que una débil aurora de tolerancia recorrió un mundo de violencia y hubris, un breve momento en el que los dos libros se hicieron uno y ya no había letras y ciencias sino signos de un orden sin dominio.
Fin de la divagación chicos, seguimos con la historia del espacio.

domingo, 18 de octubre de 2009

Apropiación indebida de fondos

Tendría que haberlo escrito antes, pero hasta que la revista SinPermiso http://www.sinpermiso.info/ no ha sacado un monográfico sobre ella, no he sentido vergüenza por mi desidia: el premio Nobel de Economía para Elinor Olstrom. Sé que para muchos Olstrom resulta un nombre esotérico, mas para quienes nos hemos ocupado en pensar sobre lo colectivo es un nombre exotérico (común, de fácil intelección). He subido con cuidado las escaleras para alcanzar en el último estante su libro Governing the Commons. The evolution of Institutions for Collective Action, un libro del que aprendí mucho cuando trabajaba en el tema de por qué el conocimiento y las instituciones deben ser considerados bienes comunes y no un mero resultado de equilibrios de intereses privados.
Olstrom habla con la mayor tranquilidad de conceptos como auto-gobierno y auto-organización, recuperando ideas que nos anclan en la mejor tradición a la vez pública y antiautoritaria. Es una economista que estudia cómo es posible el orden social sin autoritarismos, cómo es posible preservar lo común con la conciencia de participación en instituciones colectivas.
En el número de SinPermiso, Toni Doménech, siempre tan lúcido, conecta el Nobel con la crisis de la Universidad. Cierto.
Entre el mercantilismo de quienes creen que la universidad es un servidor del sistema económico, mero formador de cuadros (y cuadras) empresariales, y el cutrerío casposo del homo complutensibus que considera la universidad como propiedad de las aristocracias (es un decir) catedralicias servidoras de la luz sagrada de la Kultur atemporal, la conciencia de sostener las instituciones educativas mediante el esfuerzo colectivo, siempre tenso, siempre dinámico y auto-organizativo, se hace cuesta arriba. No me quejo: me pagan demasiado para tener derecho a la queja, pero doy fe de cuán difícil es.
Olstrom y much@s otr@s ha demostrado que siempre fue así, que la gobernanza de lo común siempre estuvo en tensión con la apropiación indebida de fondos comunes. Una larga historia de pasos adelante y hacia atrás nos hace tan escépticos como voluntariosos. Un Nobel para quienes han puesto en limpio lo que los pescadores de langostas de Maine o los campesinos de Castilla ya supieron hace mucho no es otra cosa que un rayo de luz en la noche de los tiempos.

jueves, 15 de octubre de 2009

Ir y quedarse


Ir y quedarse, y con quedar partirse,
partir sin alma y ir con alma ajena,
oir la dulce voz de una sirena
y no poder del árbol desasirse

arder como la vela y consumirse
haciendo torres sobre tierna arena;
caer de un cielo, y ser demonio en pena,
y de serlo jamás arrepentirse;

hablar entre las mudas soledades,
pedir prestada sobre fe paciencia,
y lo que es temporal llamar eterno;

creer sospechas y negar verdades,
es lo que llaman en el mundo ausencia,
fuego en el alma, y en la vida infierno.


No me atrevo apenas a comentar estos versos de Lope: un canto al exilio como vida, a la vida como exilio, sonido de ausencia, infierno aceptado de un ángel caído que no quiere servir. Pocas veces la poesía desvela una metafísica de la existencia como este soneto que, verso a verso, merece una noche de desvelo y pensamiento.



sábado, 10 de octubre de 2009

Los espacios despegados

A veces los espacios se despegan. Se despegan de la vida, claro, de la vida propia. Aquellos lugares que se habían convertido en significativos, en zonas mágicas de la existencia, en las kamtchakas donde nos refugiamos, se despegan. Uno vuelve a esos lugares y ya están despegados. Todo sigue igual, los mismos paisajes, los mismos soles, las mismas caras y los mismos abrazos, pero el lugar se ha despegado. Ya no forma parte de tí: lo atraviesas sin sentir su ritmo, sin que el aire te erize la piel, sin que el sol te queme. Solamente pasas.
Y notas entonces que la vida consiste precisamente en eso, en irse, en dejar que los lugares despegados vuelen como papeles en días de viento. Te despides de ellos como te despides de tus uñas y cabellos. Sin nostalgia: formaron parte de tu cuerpo y ahora no.
Y te das cuenta de que los siemprenosquedaráparís no son más que expresiones de wishfulthinking, ilusiones que pronuncias para atarte a ellas y que antes de expresarlas ya las sabes muertas.
Y sueñas que si no los espacios, acaso los tiempos tengan una permanencia en la nostalgia, preservados del cambio por la imposibilidad de volver a ellos, pero siempre como faros en las navegaciones peligrosas. Y aprendes que los tiempos también se los llevan los espacios despegados.
Exiliados escépticos, viajeros sin destino ni retorno, dejamos los lugares como dejamos la piel.

sábado, 3 de octubre de 2009

La puerta de la cueva

Estas angustias platónico-claustrofóbicas últimas que me acucian estos días, preguntas ya calcificadas en el cerebro, por qué estar en un espacio tan cerrado como es el de las letras y la cultura académica, ayuno de aires "reales", reciben estos días un dulce lenitivo en el recientísimo estreno de Jim Jarmuch, Los límites del control, una película cuyo tema es precisamente el miedo que me araña: que la cultura sea una cueva de engaños. Jarmuch se enfrenta a él y lo resuelve en un cuento-sueño simbólico y ritual que adopta el género del samurai silencioso al que se le encomienda una extraña tarea, un género que ya empleó en la inolvidable Gost Dog, the Way of Samurai en 1999, que es a su vez una meditación sobre Le samourai de Jean-Pierre Melville (1967), que aquí vuelve a ser evocada en el silencio que envolvía a Alain Delon y ahora a Isaak de Bankolé.

Es Los límites del control una película poética, donde es la metáfora y no la acción la que ordena la historia: un viaje por los rincones del madrid que amamos los que aquí vivimos, y que tan distinto es del madrid deprecado por el visitante ocasional; un viaje por los secos campos peninsulares, por cortijos abandonados y por callejones sevillanos, organizado en cuasicapítulos que refieren cada uno a una región de la cultura: música ("los viejos instrumentos guardan la memoria de las notas"); cine ("ya no sé si fue un sueño o fue una película", dice el personaje que lo representa); ciencia ("¿somos como planetas que giramos, como dicen los sufíes, o como moléculas que nos giran?"), ..., cada país cultural está representado por un personaje también de culturas diferentes: emigrantes, viajeros, marginales, bohemios ("¿cuándo los bohemios se convirtieron en bohemios?", se pregunta John Hurt).
La mirada de Jarmuch, como la de Wittgenstein y tantos otros, lleva a los límites que llevamos dentro: somos símbolos que remiten a otros símbolos que fueron hechos de otros símbolos. Y lo que resta es el cementerio, como explica el tiento que se repite como salmodia a lo largo de la película, un canto a la diferencia entre poder y saber: "el que se crea grande, que vaya al cementerio, y vea como es el mundo, un palmo de terreno". Porque esta es la respuesta del film al poderoso de poderosos (¡infinito Bill Murray!): vivís en la cultura, pero ésto es la realidad. Y de eso va el film: de que ir a la realidad es ir al cementerio.

No importa lo que he contado: la historia es anécdota. Todo es un viaje de símbolos a símbolos, de ironía a ironía, de nostalgia a nostalgia. No es una historia de aprendizaje, es puro ritual, mantra que se repite, un paseo por Malasaña y Lavapiés como lugares hermenéuticos que sólo la mirada de un viajero como Jarmuch ha sido capaz de entender.
Aviso: No puede verse sino en versión original: los cambios de idioma son esenciales en el discurso.
Nada es imprescindible en la cultura: pero hay algunas cosas de las que una vez que uno se apropia siente que ya no puede prescindir. En fin, comparto mi asombro porque aún puedan rodarse películas como ésta. Como ocurría con Antonioni, lo difícil no es entender la película, sino entender cómo ha sido posible tal milagro.


En los terrores nocturnos de la caverna, recordaré al samurai y a su reacción ante el ángel de la muerte: "¡despierta!, que esto no es el cine, es el mundo real!", dijo el fantasma.