jueves, 21 de enero de 2010

El nieto enfermo del mono

Eso considera Unamuno en El sentimiento trágico de la vida que es el hombre. Un ser que sólo piensa en la muerte y que cuando parece no hacerlo o no lo hace, dice, es por pura desesperación, como ese judío portugués de Amsterdam contra quien escribe este libro, porque afirmaba que no pensaba y en la muerte, y que todo ser vivo se esfuerza naturalmente en perseverar. Ambas cosas, dice Unamuno, no pueden ser. La persona cabal sólo piensa en la muerte. Cito al fantasma que recorre aún las noches de niebla de Salamanca con esta oscura salmodia:

"Frente a ese riesgo, y para suprimirlo, me dan raciocinios en prueba de lo absurda que es la creencia en la inmortalidad del alma; pero esos raciocinios no me hacen mella, pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se apacienta el corazón. No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, y vivir este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.
Yo soy el centro de mi universo, el centro del universo, y en mis angustias supremas grito con Michelet "¡Mi yo, que me arrebatan mi yo!"

Buscando por ahí, juro que no podría encontrar una filosofía de la vida más alejada de la mía. Karel Capel se planteó un experimento mental sobre la eternidad en El expediente Makropoulos: Elina, la hija de Rodolfo II habría logrado la eternidad y vivido numerosas identidades a lo largo de varios siglos: Eugenia Montes, Ekaterina Myshkin, Elain McGregor. Emilia, la actual identidad de Elina, ya incapaz de amar para no tener que soportar la muerte de los seres queridos, vaga por Praga buscando el expediente Markopoulos que le conceda de nuevo la mortalidad.
El experimento es contundente: no habría habido mayor castigo para Unamuno que concederle el enfermizo deseo que le acongojaba. Es humano desear una vida digna y cumplida, es humano esforzarse en persistir en ello. Es inhumano desear sobrevivir a los tuyos, a tu generación, a tu mundo. Ni por curiosidad. Es la pesadilla de un ser agobiado por un yo excesivo.
No puedo sino estar del lado de Karel Capek, coetáneo de Unamuno, que, como él, murió con la llegada del fascismo: murió el año que Hitler invadió Bohemia. Que visitó España y escribió unas Cartas desde España que no me resigno a no citar en una apresurada y mala traducción del inglés que acabo de hacer. Habla de Castilla la Vieja:


"Esas montañas no brotan del suelo; parece como si hubieran llovido sobre él. Esas montañas se llaman Sierra de Guadarrama. Dios que las creó debe ser un bendito, si no, ¿cómo podría haber hecho tantas piedras? Entre las rocas crecen oscuros robles y más allá apenas hay otra cosa que espino y tomillo. Grande y desnudo, reseco como un desierto, tan misterioso como el Sinaí. No sé como expresar lo que quiero decir, pero éste es otro continente, no es Europa. Es más severo y feroz que Europa, más antiguo que Europa. No es un páramo dolorido, es solemne y extraño, rudo y majestuoso. La gente viste de negro, cabras negras y cerdos negros contra el trasfondo de tórridos tejados. Una áspera existencia abrasada hasta carbonizarse entre rocas ardientes"


Puedo, del lado de Capek, entender la majestuosa angustia de Unamuno y la profunda desolación de su Castilla y su Salamanca. Pero mi corazón está con el judío Spinoza, que escapó a Amsterdam para no estar pensando en la muerte, con Elina, que deseaba morir antes que dejar de amar, con todos los que desean que su identidad sea un relato que alguna vez pueda ser contado por otros, como deseaba Samsagaz en la Montaña del Destino.

3 comentarios:

  1. Es un artículo precioso y lo había comentado con matices de Spinoza, el existencial y rudo Unamuno y el ambiente judío de Praga. Desgraciadamente un corte técnico me impidió enviarlo a tiempo -luego dicen que internet no influye.

    Ahora estoy viendo a Hermann Herstch en Telemadrid y me doy cuenta de que todo lo profundo que ponga -incluído de Unamuno y Spinoza y de la vida- no tiene importancia ante el abuso del poder, la manipulación informativa y la superficialidad de la existencia actual, tan funcional, automática y vertiginosa.

    Sin embargo, para mí su artículo tiene más valor que toda esta emisora

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  2. Si se me perdona el exceso de ego, que seguro que lo es, yo me identifico más con la ansiedad de Unamuno. Pero es que los relatos acabados, quizá los únicos que tienen sentido, siempre los acaban los demás, cuando el finado ya no puede hacer nada en el mundo, en ningún mundo, porque nada es en ninguna parte o dimensión. Entiendo que el orden natural, incluso el orden de las cosas exige que todo sea finito, que tenga un fin, para que el cambio sea posible. Pero el universo está lleno de contradicciones y una de las mayores ha sido dar lugar a mentes con un sentido del YO que se empecina en perseverar por encima del curso de los acontecimientos. La contradicción es trágica, porque cuando eres inmortal el curso de los acontecimientos deja de afectarte, deja de formarte como un YO narrativo y con aspiración a tener sentido, y el ente inmortal se sume en el hastío, y después en la nada. Eso aprendí cuando leí "Los inmortales" de Borges, y supongo que es parecido a lo que cuenta la historia de Karel Capel. Sí, es cierto, muchas historias y argumentos nos advierten de que la eterna junventud es un regalo envenenado, aunque careceremos siempre de un testimonio empírico.

    No estoy seguro de que sobrevivir al mundo en el que nos formamos sea inhumano; al fin y al cabo muchos no tienen más remedio que hacerlo a causa de guerras y catastrofes naturales y la mayoría, con tiempo suficiente, encuentran el ánimo para empezar de nuevo. Me temo que hablo con la ligereza de un joven que aún no ha conocido el auténtico desgarro que supone perder a un amado. Ahora recuerdo un personaje del comic Sandman de Neil Gaiman. No recuerdo su nombre, se trataba del inmortal, un hombre sencillo del medievo que llegó a un pacto con la muerte para que no le tocase, nada demasiado terrible ni costoso: únicamente debía encontrarse con la muerte una noche cada cien años y contarle qué había sido de él durante ese tiempo. En una de sus citas afirmaba algo parecido a que por mucho que viviera no se volvía mucho más sabio, ni probablemente mucho más bueno, parecía más bien que este hombre había aprendido a vivir en presente continuo, sin preocuparse demasiado por dar un sentido futuro a una vida sobre la que no quería pensar sus límites.

    Siendo inevitable, no tendría sentido pensar en la muerte si no fuera porque es algo también definitivo (aunque solo resuelva y concluya para los que quedan vivos). Así que tenemos que afrontarla y si vivimos lo suficiente pensar alguna vez en ella. El problema no es entonces ser mortal o inmortal, sino darle demasiadas vueltas a algo que en cualquier caso no tiene remedio, y perderse la película imaginando cómo serán los títulos de crédito. Yo hace tiempo que decidí distraerme con la vida e implicarme en sus detalles más sencillos, incluso creerme que todo junto forma una narración, una historia que inevitablemente tendrá que acabar y narrar otro, como hizo Sam con los viajes de Bilbo y Frodo.

    Con este tema me has dado en el clavo.

    Un abrazo

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  3. Con todo mi respeto, para Paco, que se entretiene con la vida, como hacemos muchos, aunque de lo que aquí se discute se puede extraer que hay diferentes formas de entretenerse en ella, y que una de esas formas supone también el pensar sobre la muerte, y también para aportar algo más sobre el tema.

    De Spinoza, que se entretenía viendo a la araña devorar a la mosca atrapada, relojero, podemos inferir que a fuerza de manejar mecanismos pudo llegar a pensar -no es tan descabellado si consideramos la influencia en él de las teorías descartianas de un universo mecánico- que la armonía de las piezas podría implicar la existencia de un relojero magistral.

    De Unamuno, castellano y rudo, un poco islote de pensamiento en el páramo castellano tan bien descrito en su texto presente en el artículo, no extraña que dudara de la existencia de Dios y por tanto sintiera la ansiedad de conocer si existe algo más allá, si sus esfuerzos por ampliar las fronteras del pensamiento serían alguna vez tomados en cuenta.

    De Nietzsche, que incorpora magistralmente en su teoría del eterno retorno, una de las características principales de la vida, su carácter cíclico, algo básico para superar la fuerza de la inercia y hacer que el esfuerzo alguna vez dé su fruto. De la misma manera que un día sigue a otro, una estación sigue a la siguiente, a un ciclo de sueño le sigue uno de vigilia, al ciclo de la siembra le sigue el de crecimiento y recogida, la maduración produce la semilla que reproduce el mismo ciclo de la vida, de esa misma manera, como digo, puede inferirse que tras de nuestra muerte, que puede ser la recolección de Dios donde perdemos a favor de los ciclos naturales nuestras características físicas, pueden nuestras mentes y almas ser mezcladas en la mente y el cuerpo de Dios y ser regurgitados de nuevo al escenario de la existencia física.

    Sólo eso fundamentaría la existencia de una verdadera ética, de una cadena de méritos que se extiende más allá de la muerte, en un universo misterioso e inexplicable, en una evolución espiritual eterna hasta llegar a unirnos al relojero magistral. Sólo eso fundamentaría los hechos que experimentamos en la vida, más allá de su explicación animal: el amor, la amistad, la fraternidad, el cariño a la descendencia...

    Puede que Dios espere a que se cumplan los ciclos de nuestra vida para mezclar sus elementos de nuevo y depurarlos, y puede que además eso lo celebre, igual que nosotros celebramos cada ciclo, los solsticios, los equinocios, incluso cada día... y ¿por qué no celebrar también nuestra muerte, siempre y cuando creamos, sabiendo que en el cuerpo de Dios nos mezclaremos con nuestras esencias más afines y nuestros seres más queridos?.

    Pero eso es incompatible a veces con un cuerpo social que, en ocasiones, se atribuye las funciones de dios, para juzgar y seleccionar con el mismo propósito con que lo hace la naturaleza, pero de una manera diferente y muy sujeta a fallos. Efectuar méritos para este dios puede ser incompatible con hacerlo para el dios del universo.

    Creer en uno u otro dios depende de nuestra practicidad y de lo que pensemos que somos: si sólo creemos en lo que vemos y juzgamos como dios antes de estar preparados para ello, o si somos escépticos de eso y nos confiamos a un ser que creemos existe desde siempre. Yo me quedo con el segundo pues, a pesar de los milagros de la ciencia y el hombre, no he encontrado aún la instancia social que cree la energía a partir de la nada, la vida a partir de dos células primarias, el amor, el verdadero amor -con todo lo que implica- desde reacciones químicas de dos cuerpos complejos... he encontrado, eso sí, gente que se ha dado cuenta de un determinado fenómeno y lo ha manipulado para cumplir una determinada función. Pero no he encontrado a nadie que haya creado un fenómeno nuevo, esencial y básico desde la nada, y combinando elementos, como hace Dios. Así pues, creer en una u otra opción depende de nuestra fe, de nuestro ego y de nuestro escepticismo.

    Gracias

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