domingo, 27 de marzo de 2011

Misterios del relato


A veces lo más popular resulta ser lo más exquisito, lo más bajo lo más alto, lo más tradicional lo más vanguardista, lo más emocional lo más intelectual. Así Misterios de Lisboa, de Raúl Ruiz, el chileno que se convirtió en mito de la nouvelle vague francesa, un relato que quiere recuperar el folletín, el culebrón, la serie popular de la televisión y lo hace con un lirismo de imágenes, tiempos, sonidos y atmósferas, en los que uno parece oler los húmedos parques nebulosos portugueses, como si hubiésemos sido transportados a otro tiempo.
Tiempo de cine. Un tiempo abstraído en el que estamos en el lugar de la imagen que discurre por la vida en lugar nuestro. Misterios de Lisboa es un relato largo accesible sólo a quienes creen que hay que hacer un esfuerzo  para lograr ciertas experiencias, a quienes son capaces de caminar para ver un paisaje: dura cuatro horas y media y hay que soportar los asientos de los cines, pero cuando acaba uno desea que continúe, sale a la calle pensando que la vida es sólo un descanso para continuar en la película, y sigue por horas preguntándose por el destino de aquellos personajes. Raúl Ruiz ha elegido el culebrón como forma de cine vanguardista y acierta porque cala hasta los estratos más profundos de nuestra mente narrativa, donde los tiempos han sido configurados como tiempos de historias que se encadenan unas a otras en una conversación infinita que nos habla de personajes que enseguida se han convertido en familiares, como si fuesen ya nuestros vecinos. Ha rodado Raúl Ruiz en portugués y en francés y se agradece infinitamente la musicalidad de esos idiomas, como se agradece el tiempo lento y la cámara que capta la ternura de la luz que llena los parques portugueses. Cuenta RR un mal chiste sobre Portugal: "los ordenadores tienen memoria, pero en Portugal tienen vagos recuerdos". Y eso es lo que hay en Misterios de Lisboa, basado en un novelón de Camilo Castelo Branco: un tiempo y un espacio al que uno es transportado para observar desde allí el paisaje del amor, de la traición, de la sensibilidad y la justicia, de las grandes palabras por las que vivimos como a través de la niebla del tiempo. Necesitamos volver al siglo XIX para entrever los misterios del XXI.
Que no esté en los cines mayoritarios, que no esté en los cines, habla más de nuestro mundo de la imagen que todos los discursos críticos sobre la imagen. Es el espejo oscuro de la industria espectacular de los tiempos que discurren. Cuando los dueños de las distribuidoras y cadenas de salas hayan desaparecido llevándose con ellos sus riquezas s Misterios de Lisboa en sus vagas nieblas seguirá ahí enriqueciéndonos.

lunes, 21 de marzo de 2011

Cartas desde la cárcel

De todas las metáforas barrocas, la que me llega más hondo es la del cuerpo-mundo como prisión del alma. Estar encarcelados en el cuerpo/mundo fue en los tiempos negros una promesa de libertad para cuando acabasen los cuerpos y los mundos. Sin embargo, para mí, la experiencia es la contraria: nunca fui tan libre sino en la prisión. No estuve en la prisión literal, claro, sólo en un internado oscuro de oscuros hábitos, sólo en una eterna mili en un ejército. Nada que cualquiera no haya pasado en mi generación. Y sin embargo nunca fui tan libre. En esos lugares y momentos cualquier acto se cargaba de significado. Cuanto menor fuera la libertad mayor fue la carga de significado. Frank Kermode, en su clásico libro sobre la teoría de la ficción, El sentido del fin, alude al relato de Christopher Burney, Solitary Confinement. Burney, un agente inglés en la Segunda Guerra Mundial, cuenta que en la prisión sostuvo su identidad imaginando con mucha disciplina otra tierra y otro tiempo. La disciplina de la imaginación le hizo libre en la situación de máxima pobreza. En los tiempos de privación cada acto tiene una importancia suprema. Todo cuenta. Para ello hemos sido dotados de la imaginación: no para escapar, sino para ser libres en la prisión. Que el mundo sea nuestra cárcel sólo puede darnos la medida de la necesidad de la imaginación para dar sentido a cada acto. En eso, y sólo en eso, consiste  el sentido de la realidad que nos concede la atención al mundo.

martes, 15 de marzo de 2011

La hipótesis del día tonto

Hay días tontos: uno se deja las llaves en casa, se equivoca de cita, se olvida de una reunión importante y llama, precisamente a esa persona, por el nombre equivocado, después pierde el tiempo que no tiene leyendo un libro que ya había leído y no le había aportado nada y termina, a causa de tanta ansiedad, cenando demasiado y durmiendo mal. Es como si todas tus zona erróneas se hubiesen hecho cargo de tu existencia y te llevasen de la oreja como al niño castigado. No sé si todo el mundo tiene días tontos, yo los tengo con más abundancia de la que quisiera. Desde pequeño siempre tuve una bien ganada fama de distraído, despistado, de estar en Babia y pensar en las musarañas. Podría refugiarme en que es un rasgo temperamental, algo que heredamos y que nos puede por más esfuerzos que hagamos, pero no, más bien creo que es un rasgo de carácter, de lo que uno se gana en su experiencia vital y por ello digno de pensar con algún cuidado
Hay gente que es poco distraída, que está a lo que está y no piensa sino en lo que está haciendo. Hay gente avisada y memoriosa que nunca olvida una cita ni el dato necesario. Hay gente admirable, la verdad. Pero la hipótesis del día tonto es que le ocurre a cualquiera, independientemente de su proclividad a ello. Me parece que su interés está en que en esos días se muestran las entretelas y las costuras del sujeto: se muestra frágil y hecho de una fábrica poco estable, como si la armonía entre las facultades se hubiese roto y cada una discurriese por su lado.
Nada ocurre en los alrededores, y sin embargo algo está ocurriendo en los adentros para que uno sea incapaz de hacerse cargo de las cosas. La primera hipótesis que se me ocurre es que uno se desordena: los miedos y las preocupaciones se esconden bajo la cama y sin saberlo tiran de las patas de nuestros pensamientos para que no se muevan adecuadamente. La segunda hipótesis, más interesante, es que el déficit de atención tiene menos que ver con las irrupciones de las preocupaciones pasadas o futuras que con una incapacidad para estar en lo real. Como si la realidad perdiese coloratura y uno estuviese allí de paso, sin enredarse con ella, como cuando esa persona que nos mira aparentemente con intensidad no puede ocultar que está pensando en otra cosa y no escucha lo que le estamos diciendo.
La hipótesis del día tonto es que nos falla la disponibilidad a lo real. Nos hemos vuelto ciegos a la riqueza del mundo y éste se nos escapa por las costuras y entretelas de nuestra alma.

jueves, 10 de marzo de 2011

La senda bajo los jacarandás

Los humanos son animales que pasean, sostiene Tim Ingold en su monografía Walking. Se reconocen las culturas por las aceras por las que pasean: paraísos sin aceras, cuando los automóviles eran la excepción; sendas de bosque, paseos de parque, ... Estos días habito el campus de la Universidad de Costa Rica en San José. Pequeños edificios funcionales bajo un bosque de altísimos árboles, entre los que no faltan los jacarandás, los árboles que identifican para mí todas las plazas y calles de Latinoamérica. Están en flor, ahora avanzada la época seca. Bajo los jacarandás, las aceras apenas si son sendas, muchas de cemento o ladrillos sembrados de fallas, bordeados de hierba. Álvaro me dice: esto es lo que pasa en los países subdesarrollados, no tenemos infraestructuras. Y miro alrededor a los miles de estudiantes, que comienzan las clases a las 7.30 (muchos continúan hasta las 10 de la noche), y veo los edificios humildes en su arquitectura pero en los que no faltan ni uno de los servicios de una universidad avanzada: bibliotecas por todas partes, llenas de alumnos aunque es el segundo día de curso, laboratorios, centros de arte. Por  las viejas aceras corren jóvenes y viejos; bajo los jacarandás, los alumnos de música ensayan sus instrumentos; un grupo atiende a una clase sentandos en el suelo; otros danzan y cantan capoeiras; un grupo lee poesías en español e inglés a un entusiasmado auditorio; las librerías y papelerías están llenas y hay colas para comprar los libros ahora que empieza el curso. No tienen infraestructuras. Tampoco tiene  ejército este país. Al llegar al aeropuerto no ves la ferretería que adorna a los policías de los países desarrollados,  de hecho no alcanzo a ver siquiera un policía. No hay infraestructuras. No como los lugares que conozco, donde cualquier poderoso quiere dejar constancia de su existencia erigiendo infraestructuras, contratando al mejor arquitecto para elevar edificios escultura, horadando los suelos en infinitos túneles, asolando las calles con infinitos caros pulidos granitos. No como los campus que conozco, llenos de bellos edificios y vacíos de árboles y de alumnos con entusiasmo. Y empiezo a creer que lo que nos faltan son superestructuras bajo las que cobijarnos, pasear, hablar, correr, estudiar, crear, soñar.
Sorprende en Siena la primera vez que uno mira el panel de Ambrogio Lorenzetti, El Buen Gobierno, lo que no se ve: no hay gobierno, solo gente feliz y trabajando. Hoy he recordado este panel paseando bajo los jacarandás y no viendo sino dignidad y sabio aprovechamiento de los limitados recursos. "Debajo de los adoquines está la playa" rezaba uno de los grafitis  del París sesentayocho. Debajo de las aceras de limpios granitos está la tierra en la que plantar jacarandás para sacar a pasear nuestros sueños.

jueves, 3 de marzo de 2011

Matar al hijo

A veces la memoria cura y a veces enferma. He trabajado este curso con los alumnos la Carta al Padre de Kafka, como un ejercicio de auto-hetero-conocimiento bajo condiciones de desolación. Estaba leyéndolo en clave freudiana, cuando hace unos días comencé a leer un libro que (me pasa demasiado a menudo) debería haber leído antes. Se trata de Versión corregida, de Péter Esterházy, el escritor húngaro, quien en los momentos finales de su novela Armonía Celestial, sobre su familia, perteneciente a la aristocracia del imperio austrohúngaro, acudió en el otoño de 1999 a los archivos de lo que fue el régimen comunista para documentarse sobre el final de la familia, incluido su padre, que había vivido, según su punto de vista, una especie de exilio interior resistente. El funcionario le entregó el expediente con cara de lástima, que no supo interpretar hasta que  lo abrió y descubrió que su padre no sólo había sido largos años informante de la policía política sino que había elaborado informes detallados sobre su hijo. Esterházy se derrumbó, no pensó en el padre sino en sí mismo, en si merecía la pena algo de lo que le rodeaba, incluyendo su propio trabajo.
Llevo aún leídas pocas páginas de la obra pero no puedo dejar de pensar en Kafka  ( por cierto, la persona que ayuda a Esterházy a obtener el expediente es nombrado como K. Nada es casual): ¿qué nos ocurre cuando descubrimos que quien debería protegernos nos dejó en medio del desierto? En nada consuela pensar que eso les ocurre a otra gente, que pertenece a tiempos y lugares de desapacibles dictaduras, que los demás estamos resguardados por nuestros padres. Tal vez. Pero hoy, que conocemos las cifras de paro, que sabemos ya cómo la crisis española tiene sus propias peculiaridades que nacen de una generación de nuevos ricos (todos somos nuevos ricos) que especuló con créditos, ladrillos, posiciones de privilegio contra otra generación que sabíamos que estaba quedando al pairo, que no tendría para sostenerse, y que no nos importaba porque era más importante el asegurarse el propio futuro a costa del futuro de todos los demás incluido el de nuestros hijos, he recordado a Esterházy, y he pensado en la generación de mis hijos el día que vayan a estudiar las causas de su desamparo y descubran que fuimos nosotros  esa causa. Los mismos hijos que hoy no quieren o no pueden irse de casa un día descubrirán por qué. Quizá deban leer a Esterházy.