domingo, 29 de enero de 2012

El cielo sobre Getafe




No es la primera vez ni será la última que piense Getafe como una metáfora del país. Lo traeré ahora a cuento porque empiezo a cansarme del ruido apocalíptico de los medios de comunicación y sea tal vez el momento de comenzar a pensar en los lugares de esperanza. Es en el espacio cercano en donde encontraremos estos lugares, no en Deutschland o China o en los flujos de especulación. Será en los lugares defectuosos, vulnerables y vulnerados mas tramados por una historia de supervivencia y por lazos de resistencia en los que habremos de apoyarnos para continuar en esto que parece ser el año después del Diluvio.
Porque, vamos a ver: no es una tierra de perfección ni, por suerte, un topos del imaginario contemporáneo del glamour post-industrial, post-fordista, del capitalismo productor de emociones. Es, sin más, un lugar de vida. Compleja, complicada, pero vida al desnudo. Con toda la fuerza del bios que se abre paso desde el fondo de los mares a los pies de los volcanes.
Porque, vamos a ver: el capitalismo contemporáneo es un híbrido monstruoso de dos tendencias contradictorias:
En un eje está la creciente marea de capitalismo salvaje de mano de obra en los bordes del esclavismo, de la progresiva transformación de las corporaciones en mafias (y viceversa), de la ingeniería imaginaria de la mentira financiera, del desprecio a la obra y el trabajo bien hechos, de la explotación sin piedad de la miseria y la desigualdad, que, por otra parte, es un fruto necesario de este capitalismo.
En otro eje está la no menos creciente necesidad de una continua innovación y creatividad para producir los nuevos bienes sobre los que se sostiene la economía. En gran medida imaginarios: bienes que tienen mucho que ver con la producción de experiencias (fidelización del consumo a través de la imaginación, reordenación imaginaria de los espacios de vida, artefactos que generan vidas virtuales, en fin, ...). Esta economía, que ha sido llamada post-fordista, capitalismo cultural y adjetivos similares, no es una etapa pasajera sino un componente estructural de lo que antes se denominaban fuerzas de producción.
En estos tiempos, alguien en Europa parece haber dado un viraje brutal en el crucero para aproximarse a la isla de los explotadores salvajes. Pero quien sea (y el encallamiento del Costa Concordia me parece otra metáfora del momento) debería reparar en que los barcos no son como los automóviles de lujo que conducen.
Al final necesitamos todo lo demás. Y eso es lo que encontramos en Getafe, como en todo el país: una tierra de gente muy preparada en todas sus generaciones. En las nuevas sólo encuentro creatividad, preparación técnica y  seguridad en el futuro. En las mayores, a las que pertenezco, capacidad de supervivencia y adaptación. Gente que sabe hacer mucho mejor las cosas que sus dirigentes. Gente en la que habrá que confiar para poner en marcha una economía de la calidad y de la calidad de vida. Gente seria y a la vez llena de imaginación. Gente que no se merece lo que pasa.
Ya me he quejado muchas veces de nuestros defectos. Pero contra el trasfondo de las perspectivas de una sociedad de nuevo oscura, maloliente, neoesclavizada, engañada por la basura 1984 de la televisión única en su apestosa variedad, sólo encuentro en Getafe-metáfora razones para la esperanza. No pasarán.

martes, 24 de enero de 2012

Instrucciones para no suicidarse

El suicidio --se atribuye siempre a Camus el dicho-- es el único problema filosófico genuino. El suicidio es el ejercicio de voluntad de quien no tiene, no ya razones, sino pura voluntad de vivir. No sabría qué decir en términos abstractos sobre el suicidio de personas pues cada caso es absolutamente particular y la regla es que no hay reglas para recuperar la voluntad de continuar. Pero sí cabe, tal vez, con mucho tiento y duda, decir algo sobre el espectáculo al que asistimos (porque es un espectáculo) del suicidio de la izquierda del país (y tal vez de la izquierda europea). El espectáculo del suicido socialista (del suicidio de otras formas de izquierda más a la izquierda podría hablar mucho, pero ya consumado queda para un ejercicio doloroso de memoria) es uno más de los teatros de la destrucción que ha traído la crisis económica. La voluntad de supervivencia de ese  partido estaba ya desde hace años cancerosamente dañada por su decisión de dejar de ser partido y convertirse en un sindicato de cargos públicos, cada vez más autistas ideológicamente, cada vez más atados por eslóganes sin sentido, cada vez más dependientes del comentarista mediático de turno, cada vez más vigilantes del compañero y potencial competidor en el cargo. Daba pena verles pasear por Sol en mayo, por todas las plazas y calles, mirando con nostalgia y paternalismo algo que no acababan de entender pero en lo que se sabían concernidos, aunque no entendían cómo ni por qué. Daba pena pensar que tal vez ni siquiera lamentaban que podría haber habido otro pasado posible. Da pena ahora escuchar un  mismo discurso monocorde: hay que renovarse, conectar con la calle, recuperar la confianza,....Un discurso de suicidio. Como si un partido fuese una radio que que sintonizase con algo, como si fuese una parte de una pareja que hubiera que reconquistar después de haberla perdido.
Si tienen justificación,  los partidos se justifican porque son partidos: expresiones partidarias de la sociedad, definitivamente partida en un mundo en el que los consensos no son lo deseable. En una sociedad desfondada por la impotencia y por la falta de agencia política, un partido con voluntad de vivir sólo puede tomar el partido de la precariedad en la que nos encontramos y encontrar la fuerza y la esperanza en ella. No en una política de discursos ni de mensajes ni de medidas tomadas del último periódico leído. Ser un partido implica tomar partido: sentirse dependiente y enlazado con un pueblo para el que la esperanza no puede venir de fuera. Encontrar la voluntad de vivir en la dependencia de los lazos débiles que habitan los espacios comunes, la buena tierra en la que crecerá la esperanza: no en los lugares privados, aislados y autosuficientes, ni en los grandes espacios institucionales, donde sólo cuentan las normas abstractas que han perdido el significado, sino en los lugares donde todos nos encontramos y en los que circula el miedo y la desesperanza, pero también la posibilidad de rehacer los proyectos comunes. Plaza, trabajo (cola del paro), casa, colegio, hospital, ... lugares donde se recrean cada día los proyectos de identidad.
Significaría atreverse a decir: no hay esperanza si ha de venir de fuera. Sólo hay esperanza dentro, en un nos/otros (nos/otras) que se está haciendo ya sobre las ruinas de lo que no fue sino vaciedad, autoritarismo, impostura.
Instrucciones para no suicidarse: no mirar hacia arriba, sino hacia los lados. Están llenos de gente.

martes, 17 de enero de 2012

Teoría del milagro





Un grupo de subsaharianos viaja clandestinamente a Londres encerrado en un contenedor. Es abandonado por error y olvidado varios días en los almacenes del puerto de el Havre. Milagrosamente han sobrevivido. Milagrosamente, un niño escapa al cerco policial y mediático que se monta. Es acogido por un limpiabotas antiguo escritor bohemio y milagrosamente es protegido por el barrio contra la delación de un xenófobo. Milagrosamente, un policía desencantado se pone de su lado. Milagrosamente, la mujer del limpiabotas sobrevive a su cáncer terminal. Milagrosamente, un cerezo florece en invierno.
Aki Kaurismaki nos cuenta en Le Havre una historia de improbabilidades como si fuese un cuento de milagros. Pero no. La historia de Kaurismaki es una historia de resistencias al determinismo, de fe en la capacidad humana para torcer al destino cuando lo que está en juego es la propia dignidad como personas y como pueblo. Los personajes de Kaurismaki son siempre seres en el margen que encuentran una vía de escape como el agua encuentra la rendija de la pared, sin embargo, en esta película, lo excepcional no es la supervivencia sino la fe en la capacidad de los lazos débiles para tejer estructuras resistentes. Kaurismaki ha construido una parábola (una proyección en lo otro, según la etimología) de los espacios de resistencia. Se sustentan sobre lo cotidiano, no sobre lo sublime ni sobre lo heroico. Se sustentan en las personas de la calle, no en las que habitan los salones y las oficinas.
Es una parábola sobre la trama de la vida. Que, por cierto, es ya en sí misma un milagro de improbabilidad. La historia humana es una suma de improbabilidades. Ciertamente, las religiones se apropian de los milagros y los convierten en determinaciones de la voluntad de un dios, pero los milagros auténticos no son un ejercicio de voluntad omnipotente sino el acontecimiento de lo improbable, el ejercicio de la creatividad que llamamos vida, la fractura del destino, la manifestación del querer vivir.

"Cualquier noche de estas saldrá el sol" se escribió un día en las paredes.




viernes, 13 de enero de 2012

Metafísica de la depauperación





Tomo prestado estos días de José Luis Molinuevo  (de su interesantísimo blog  Pensamiento en imágenes) el término estética del desvalimiento y propongo que analicemos sus virtualidades para una ética y una teoría de la agencia. Empleo el término "desvalimiento" en un seminario con Carlos Thiebaut, José Medina y el grupo de alumnos del que tanto aprendemos últimamente. Observo que "desvalimiento" tiene un matiz más intenso que "precariedad", un término que, más allá de su contenido descriptivo, ha sido convertido por alguna de la gente más interesante del pensamiento contemporáneo como Judith Butler  (Santiago López Petit en el contexto más doméstico) en una forma esencial de definir las nuevas formas de subjetividad y agencia. Precariedad es el estado, desvalimiento es la consecuencia. La filosofía llamada posmoderna subrayó la contingencia de nuestra condición, algo más inquietante que la mera historicidad que había sido la norma desde el romanticismo. La contingencia es la falta de dirección de la historicidad. Respondía la filosofía posmoderna con un ejercicio de ironía y una propuesta de solidaridad como actitudes reactivas a los sueños de progreso y sentidos de la historia. Más tarde, en lo siguiente a la posmodernidad, hemos sabido que las cosas son más serias, que nuestra condición no sólo es contingente, no solo estamos expuestos sino que nos hemos descubierto precarios y depauperados. Como suele ocurrir, la literatura se adelanta a la filosofía, y autores como Coetzee (Vida y tiempos de Michael K.) o McCarthy (La carretera) detectaron muy bien el cambio de paisaje.

¿Por qué "desvalimiento"? Porque estamos ya en un tiempo post-nietzscheano y post-foucaultiano. Nietzsche y Foucault como su seguidor más reconocido estipularon que antes de todo valor estaba la voluntad de poder como estructura constitutiva de los impulsos y tendencias (Trieb de Freud, no tan simples como instintos). El poder o bio-poder está por todos los intersticios de lo real porque constituye el modo de actuar los humanos. Y sin embargo el descubrirse depauperado no puede dejar intacta esta metafísica que, pese a todo, sigue siendo demasiado dependiente de los sueños de una autonomía entendida como autosuficiencia y autolegislación. La precariedad está fuera, el desvalimiento es fábrica constitutiva de la condición de agente. No elimina la voluntad de poder pero la sitúa bajo una niebla de sospecha y distancia.
Frente a las políticas de autosuficiencia el desvalimiento entraña una metafísica de la dependencia como estructura esencial de la agencia. El desvalimiento encuentra fuerzas donde no las hay: en la propia condición de dependencia, en la marginalidad y en el saber que el poder es una forma extrema de impotencia. El desvalimiento distingue entre poder y autoridad basada en la dependencia ( la autoridad es una relación de dependencia que prestamos pero nunca  entregamos).

Esta pintada ácrata señala que ser gobernado provoca impotencia. Me permito pensar que una metafísica de la dependencia y el desvalimiento nos conduce a sospechar que gobernar también la provoca. Mucha más. La impotencia basada en un auto-engaño esencial. 



jueves, 5 de enero de 2012

Achaques del declive intelectual






Confieso que este libro se me hubiera escapado si no hubiera sido por los denuestos que le dirigió recientemente Javier Marías (reconociendo no haberlo leído) en su columna del suplemento semanal del diario conservador que aspira a la educación universal de la sociedad española. Entre divertido e irritado por las palabras de alguien al que admiro más como novelista que como pensador, descubrí que el precio en la versión electrónica del Kindle de Amazon era más que asequible y eso me permitió una entretenida tarde con las invectivas que Jordi Gracia dirige a un género de queja doméstica que últimamente ha florecido en el país (y también en El País). Se trata de la mórbida y aristocrática ira contra tres grandes males que han causado un alegado apocalipsis cultural en el que estaríamos sumidos: la pérfida invasión de tecnologías visuales que ha acabado con la lectura de los libros del canon, la idiotizante epidemia que aqueja al sistema educativo, y en particular al sistema universitario de los últimos años, y la vergonzosa atención que se dedica a autores de medio pelo y poca profundidad, segundones y malos imitadores de los grandes cerebros de otro tiempo.
Jordi Gracia describe con un suelto sarcasmo esa desastrología hispana que se ejerce desde el seguro sillón, si no la cátedra, y que tantos réditos supone para quien no tiene mucho más que ofrecer que su presuntamente justificada ira por la mediocridad del resto, especialmente del resto de sus colegas. Alguien tenía que decirlo. Se ha convertido en tan invencible cliché la queja del alumno ignorante que llena la clase y no atiende a la profunda explicación del profesor que siquiera insinuar que las cosas podrían no estar tan claras le envía a uno al infierno más apestoso de la colaboración con el sistema.
No es el momento de explicar por qué las cosas no están tan claras. No lo están. Muchos de los que elevan este tipo de quejas no hubieran tenido mucho que hacer si hubieran competido en buena lid en su momento por sus puestos actuales con cualquiera de los alumnos que ahora surgen del sistema al que se acusa de ser una indiscutible fuente de fracaso. Yo, al menos, no tendría el privilegiado puesto que disfruto si hubiera tenido enfrente a cualquiera de mis alumnos. Cuando observo a una generación que se sabe definitivamente precaria por mucha preparación que tenga, que es capaz de manejarse varias lenguas, discursos, medios tecnológicos, países y sistemas educativos, que no le teme a la confrontación internacional y que sin embargo no pierde el tiempo en quejarse de la generación que habrá de sumirla en esa irredenta precariedad, me avergüenzo de pertenecer a unos tiempos en los que se (nos) premió la mediocridad por muchos discursos progresistas que la adornaran.
La melancolía es fruto de una compleja alquimia de pasiones de heterogénea procedencia. Hay melancolías que nacen del resentimiento con una realidad que no ha concedido el reconocimiento que uno supuestamente merece y hay melancolías que nacen de la nostalgia por lo que uno pudo ser y no fue.  El intelectual es siempre alguien al borde de la terapia. De otro modo sería imposible la tensión de la escritura. Pero hay melancolías y melancolías.  No ocultaré mi padecimiento de ella, pero me gustaría pensar que la mía tiene causas endógenas en el convencimiento de mi propia incapacidad y no en la queja contra una realidad que no se apiada de mis deseos. Al menos no creo reconocerme en el cruel retrato del intelectual melancólico que ha dibujado Jordi Gracia y sí, al menos en parte, de su lado del salón.