lunes, 25 de junio de 2012

Noche de San Juan




(Foto de Vitorino García)

En la Noche de San Juan, la Asociación Cultural de Morille, Salamanca, convoca a los vecinos a escuchar un libro de poemas encargado para la ocasión a algún poeta significativo. Este año Ben Clark donó su "El amor del dodo" para la ocasión. Me ofrecieron presentarlo y me ofrecí a hacerlo. Quería hoy compartir la dicha de ser presentador de las palabras de un poeta tan joven como profundo ante un pueblo tan viejo como sabio. Esta fue mi presentación:

Celebramos esta noche, al amor de la hoguera, el triunfo de la luz sobre la noche. Desde los orígenes de la humanidad, cada año se congrega el pueblo en el día más largo a festejar que la noche ha muerto y que la luz y la vida vuelven a vencer. Y se celebra en la noche, precisamente, trayendo haces de luz a las tinieblas para hacer huir a las sombras que nos han amenazado durante un largo invierno.  Seis meses antes, otro rito milenario conmemora el día en que muere el sol y resucita (lo llamamos navidad pero tiene muchos nombres y lugares). Entonces nos unimos al calor de la lumbre, en el refugio de los hogares, para defendernos de la noche inmensa y darnos fuerzas y esperanza. Hoy salimos todos a la calle a hacer saber al universo que hemos resistido y que la savia vuelve a fluir y hace crecer las hojas y los frutos. ¿Y cómo celebrarlo si no es con la magia de la fiesta y la palabra? ¿Y qué mejor palabra que la palabra del canto del aedo que nos recuerda que somos humanos, que respiramos y vivimos, que amamos y sufrimos?
Hoy nos acompañan los poemas de Ben Clark, amigo asiduo paseante de este pueblo, enorme en su cuerpo y en su poesía. Poemas que ha reunido bajo un oscuro y bello título, “El amor del dodo”. El dodo, nos explica Ben, fue un ave que habitó la isla de Mauricio durante milenios pero no pudo sobrevivir a los colonizadores europeos y desapareció como desaparecen tantas cosas hermosas de este mundo a las que no dejamos sitio. No sabemos cómo era el dodo salvo por las historias y dibujos y por lo que nos cuentan los naturalistas. Sabemos que el dodo no volaba, que era más patoso que aguileño, que tenía plumas y que ya no está. Sabemos de él tan poco como de nuestros pasados perdidos. Ben ha llamado “dodo” a todo lo que se fue y no podemos recuperar, a todo aquello que solo recobramos a través de las historias y los cantos.
Pues el poeta trata de resucitar la experiencia vivida y sin embargo sólo encuentra palabras con las que crea un misterio que nos ofrece como un don a los que apenas si tenemos palabras para llamar a nuestros fantasmas del pasado. El misterio insoluble de la poesía es que todos la entendemos sin entenderla. Resuena en nuestras cavidades como la sangre que oímos al taparnos los oídos. Sabemos que es cosa nuestra sin saber qué cuenta.
El amor del dodo cuenta historias de amor. Amor que envuelve como el agua de los abismos en los que nos hundimos hasta tocar fondo. En esos abismos, nos cuenta Ben, no hay días ni noches, ni horas, ni siquiera espera o esperanza porque son los abismos del instante.
El amor, y no el miedo como dice el dicho, da alas al dodo. Es lo que hace volar a lo que de otra forma se arrastraría por el barro. El amor es el milagro que hace que florezcan los almendros contra todo pronóstico. El amor nos hace olvidar, y  no nos importa, que el mundo se hunda o que un avión se caiga. El amor nos lleva a habitar una tierra nueva, la tierra de los que ya se han extinguido, de los seres que fuimos o pudimos ser y que son los fantasmas vivos que siguen habitando nuestras casas y nuestros pisos. Fantasmas muertos o vivos, seres que somos en muchos órdenes de existencia. En esta tierra, en estos pisos propios con vistas a una gasolinera, como el piso de Ben, o con vistas a la plaza, como la casa del alcalde, habitamos con todos los yoes que somos y que caben en nuestra memoria y sobrevivimos con ellos.
Y por eso estamos aquí. Para celebrar que seguimos mirando por la ventana y que somos más fuertes que la noche. Hace muchos años, Aquaviva, cantaba: “todos los días, desde que el mundo es mundo, la muerte firma un pacto con la noche y el corazón del mundo se aletarga ya bajo el espectro de la luna, pero también, desde que el mundo es mundo, se levantan las banderas de la vida y nace el sol”. Por eso estamos aquí, convocados por la voz del poeta para celebrar la luz y la fuerza que nos hizo sobrevivir a las nieblas del invierno.
En esta noche mágica, a la luz poderosa del fuego, convoquemos a todos nuestros fantasmas: convoquemos  a las obras de arte que hemos enterrado en el cementerio. Convoquemos a los buenos y a los malos, a tirios y troyanos, a bailar juntos. Convoquemos al vecino que no nos habla para darle un abrazo y convoquemos a los que no están para que estén para siempre con nosotros.  Convoquemos a todas nuestras nostalgias y a nuestros resentimientos para que se quemen en la hoguera del verano que nos espera. Convoquemos a todo lo que fuimos para que nos guíe en el bosque de encinas de lo que nos espera en el futuro. Convoco a todos los vecinos a escuchar la voz del poeta y a bailar alegres por la dicha de estar vivos. Hagamos un corro y demos la mano a todos nuestros fantasmas, a todos nuestros amigos y amantes. ¡Que se joda la vieja zorra de la noche y de la muerte y la oscuridad!


sábado, 16 de junio de 2012

Un hombre objeto

Quisiera ser un hombre objeto. Están muy devaluados los objetos desde que el viejo Kant clamase que el mal está en tratar a los otros como objetos, cuando lo único que realmente tratamos bien es a los objetos que nos constituyen. Rodeados de ellos, extendidos en ellos, nuestro cuerpo y nuestra mente se hacen con los objetos que limitan y amplían sus capacidades. A veces, incluso, como en todo, el abuso causa enfermedades, como ésta que llamamos "consumismo" que no es sino una adición a los objetos. La voluntad se convierte entonces en deseo puro y se pretende satisfacer lo que es insatisfacible. Como el drogata. Pero no deberíamos culpar a los objetos de nuestras debilidades y autoengaños. Georges Perec lo entendió mejor  que nadie. La vida: instrucciones de uso, una de las novelas imprescindibles del siglo pasado, es una historia de objetos,  un mapa de un viejo edificio que es un mapa del mundo que es una historia de gente. Son los objetos los que nos definen, los que nos atan y los que nos sueltan, los que nos hacen y deshacen. Cualquiera diría que no: que son los otros los que se encargan de estas cosas. Sí, cierto: pero lo consiguen cuando se han vuelto objetos para nosotros. En la escalada de relaciones intersubjetivas que llamamos "perspectiva de la segunda persona" el grado superior de intimidad se alcanza cuando el otro opaco ha dejado de serlo y se ha convertido en un objeto familiar. El viejo Kant, que tanto acierta cuando resbala y se contradice, define el ideal del amor como la libre disposición del cuerpo del otro. En la primera lectura uno se horroriza, ¿cómo es posible que el viejo dijera tal cosa? En la segunda, uno piensa que tal vez el viejo lo había pensado bien y por un momento se había vuelto materialista. Hay una clara ironía en esta forma de entender la intimidad tratando al otro como objeto, claro. Pero no tanta como parece: si entendemos los objetos como entornos que nos hacen, la libertad del otro no es un obstáculo sino una condición que nos concierne como nos conciernen otras propiedades de lo que nos constituye. Se piensa el sujeto como algo unitario, como si no se pudiera desdoblar en planos y secuencias cuasi-autónomas, y se piensan los objetos como meros instrumentos, no como entornos que nos hacen. Disgregando el sujeto, dando al medio el respeto que merece aquello que nos constituye, los otros, en tanto que forman parte de este medio, dejan de ser meros fantasmas intelectuales y se convierten en seres carnales, en objetos de un entorno ahora inteligente y reactivo a nuestras reacciones.

domingo, 10 de junio de 2012

Ontología de la torpeza

A veces, no muchas, desearía que mi trabajo y vida se limitasen al ejercicio de destrezas en donde no  fuese tan corriente la toma de decisiones que afectan seriamente a otros. El continuo ejercicio del juicio y la decisión bajo condiciones de estrés es uno de los contextos en los que discurren muchas vidas en los más diversos ámbitos. En varios sistemas públicos ocupados de sendos bienes públicos (investigación, educación, sanidad, asistencia social, seguridad, etc.,) son corrientes. También en regiones de la gestión económica y política, pero es un territorio que, más por suerte que por desgracia, me es ajeno.
Mi experiencia en lo personal y en la observación de lo cercano es que la torpeza en los juicios y decisiones es tan habitual como el acierto. Sospecho (como ciudadano, como observador a veces imparcial) que también lo es en los ámbitos en los que se toman las grandes decisiones. Me atrevería a decir que a medida que se asciende en la escala del poder la tasa de torpeza aumenta.
Recientes torpezas personales me hacen meditar sobre la fragilidad de nuestra condición y sobre las consecuencias que esta fragilidad tiene sobre los lazos de dependencia que tenemos unos con otros. En el último número de Investigación y Ciencia un artículo "El cerebro sometido a tensión" se plantea el cómo el estrés influye en la fragilidad del autocontrol  y en la sensatez de las decisiones. Hay un componente personal en el problema teórico que me inquieta, claro, me preocupa, y mucho, mi propia precariedad y mi dificultad para gestionar las condiciones de tensión. Pero me preocupa mucho más el que se haya anclado la idea de que lo que debemos hacer es ordenarnos socialmente por la capacidad de resistir al estrés y tomar decisiones con la cabeza fría.
Admiro a quienes toman las decisiones con frialdad. Pero sospecho que no hay una correlación clara entre esta  insensibilidad al estrés y la inteligencia de las decisiones. El estrés está originado en una gran medida por la empatía involuntaria, por la continua referencia a los otros como señal de adecuación de la acción. Esto es bueno y malo. Es malo porque inhibe la frialdad necesaria para la reflexión y la decisión. Es bueno porque aumenta la complejidad de las decisiones y por ello lo que llamaríamos ambiguamente "inteligencia" de aquéllas
(no hay cosa más fría y estúpida que un tonto con un protocolo).
Los recientes episodios del drama nacional económico me consuelan (sólo hasta un punto) respecto a mi torpeza. Me confirman en mis sospechas de que el poder está correlacionado positivamente con la torpeza. Pero me llevan de nuevo a la convicción de que el estrés no es un medio necesario del orden social sino un subproducto del desorden que nos invade, de un mundo ordenado por la competitividad. El estrés evolucionó para hacerse cargo de los momentos centrales en la existencia cotidiana, pero sólo porque eran momentos puntuales. Hemos construido una sociedad de adeptos al estrés y el precio, desgraciadamente, es la torpeza. Nos lo hemos ganado.

sábado, 2 de junio de 2012

Destrezas de cooperación






Estoy enganchado al nuevo libro de Richard Sennett, Together. The Rituals, Pleasures and Politics of Cooperation. Es un libro-álbum de la cooperación en los tiempos modernos. Su tesis es que la cooperación exige ciertas destrezas: en primer lugar destrezas y habilidades para compartir, pues la cooperación nace de nuestra precariedad y de la dependencia que tenemos de las habilidades de otros. Pero también destrezas de cooperación. Las fundamentales, las destrezas de la cooperación comunicativa.
Comienza Sennett analizando dos actitudes que promueven la cooperación: la simpatía y la empatía. La simpatía es la emoción que sentimos por la situación emocional del otro, por su alegría, pena o sufrimiento. La empatía es la capacidad que tenemos de ponernos en el lugar del otro. Es una forma de relación más compleja e interesante donde se mezcla lo emocional y lo cognitivo. Sobre estas actitudes, Sennett construye las dos formas de cooperación comunicativa: la dialéctica y la conversacional. La dialéctica es la que incorpora las diferencias y las constituye en síntesis. La conversacional es un modo situado de atender y escuchar al otro y responder a sus intenciones a veces expresadas en mínimos gestos o silencios. Es, claro, una forma de cooperación más compleja que la dialéctica.
 En el capítulo que estoy leyendo, Sennett continúa esta dicotomía llevándola a las formas básicas de cooperación social: la política, en primer lugar. Estudia Sennett cómo la cooperación fue la estrategia básica de los proletarios en el desarrollo del capitalismo. Surgieron así los grandes movimientos sociales que crearon lo que en el siglo XIX se llamó la "cuestión social". Distingue aquí Sennett dos estilos que habrían de excavar la gran zanja que dividiría a estos movimientos sociales. Un estilo de cooperación dialéctico que, partiendo de las diferencias, las fusionaba en una unión superior. Esta fue la forma "partido", creada a partir de un imaginario militar (por eso se llaman "militantes" a los participantes en esta forma). La otra fue el activismo cooperativo, que comenzó en ciertas instituciones que los "militantes" llamaron "utópicas": era un movimiento de abajo-arriba, centrado en la organización de lo cotidiano, en una organización desorganizada. Se desarrolló espontáneamente en la Comuna de París, cuando París fue abandonada por el ejército, por todos los poderes y el pueblo se organizó espontáneamente sosteniendo la vida de una gran ciudad sitiada. Esta modalidad se generalizó principalmente en el anarquismo español, en los movimientos políticos norteamericanos, especialmente en el norte, en Chicago y en los movimientos negros tras el fin de la esclavitud. Estudia Sennett movimientos cooperativos como los asentamientos para pobres de Chicago, donde se desarrollaron formas de cooperación y activismo centradas en cómo desarrollar la vida cotidiana juntos en medio de una compleja red de diferencias de lenguas, razas, conocimientos, etc. (por cierto, Obama comenzó su trabajo político en una de las instituciones que vienen de esta tradición). Otra forma, muy interesante la desarrollaron los negros de Alabama que inventaron el "workshop". Era un lugar sin maestros donde se aprendían destrezas en cooperación y se desarrollaban también destrezas de enseñanza, para que el alumno se reintegrase en su comunidad difundiendo su conocimiento  (¿sabrán los académicos cuál es el origen de este término que tanto usamos?).
Sostiene Sennett que en parte se está perdiendo la capacidad de cooperación por lo que el llama el "des-skilling", el fin de las destrezas y la uniformización del modelo humano en la civilización contemporánea. Observo en mi campo de la enseñanza que muchos compañeros reaccionan al término "destreza" con una irritación (que yo diría aristocratizante). Es cierto que el lenguaje  burocrático (dialéctico, partidario) de los ministerios de educación nos ha aburrido con el término. Pero, lo mismo que ha ocurrido con el término "taller", se ha olvidado su origen. Quienes participamos en los potentes movimientos de renovación pedagógica de la transición recordamos muy bien que la escuela se concebía como modelo de cooperación en donde había que aprender destrezas y aprender a transmitirlas. Se perdió como se perdió toda una cultura entera de la cooperación barrida por los hábitos burocráticos, uniformizadores y militantes.
Ahora habrá que reinventar la cooperación. Comenzaremos por aprender a escuchar a Sennett, que nos trae la voz de lo perdido.