domingo, 21 de julio de 2013

La escritura y la vida


 La escritora y militante de los nuevos feminismos Gloria Anzaldúa (1942-2004) aconsejaba a todas las mujeres (a todas) que se convirtieran en escritoras. Ella sabía de lo que hablaba. La escritura se abrió ante ella como una escalera para salir del pozo en que podría haberse convertido su vida de estigmas y resignación a un destino de mujer chicana abandonada en la cuneta de la historia. El cuaderno fue su Kamchatka, su último refugio de resistencia.  

En el consejo de Anzaldúa está implícito también un rechazo a la concepción deportiva del arte y la literatura, según la cual alguien tiene que triunfar sobre los demás y sobre el tiempo para ser reconocido como escritor o escritora clásico e inmortal. Se escribe para vivir no para sobrevivir. Se escribe para que las palabras se detengan antes de salir y nos dejen pensar y nos hagan más lento y denso el proceso de autotransformación en que consiste la vida. Escribir aunque sea una lista (de deseos, de olvidos); escribir sin sintaxis, un mapa de palabras; escribir una carta, muchas cartas; escribir un poema, una tesis, un cuaderno de campo. Escribir como forma de pensar. 

Al hablar nos encontramos en un espacio habitado por otros en el que nuestras palabras se acomodan a las situaciones. Sean relatos, preguntas o gritos, la palabra hablada es un modo de estar en otros. Escribir es habitar un territorio y vivir un tiempo propios. Cuando Virginia Woolf clamaba por un cuarto propio pensaba en un cuarto para escribir. Para todas, para todos. Y en realidad la escritura ya es ese cuarto. 

No han sido pocos los escritores que han escrito para seguir viviendo, hasta que han podido: la misma Virginia Woolf, Semprún, Primo Levi, Imre Kertész, Paul Celan, Liana Milu, Luis Martín Santos, Alejandra Pizarnik, David Foster Wallace. Pero han sido ilimitados más quienes han llevado su vida en un cuaderno. 

La escritura es el más efectivo instrumento para repartir la sensibilidad, para hacerse cargo de la experiencia y restañar las heridas de la vida. No es cosa de intelectuales ni de literatos enredados en juegos florales. Es una barrera que ponemos entre la Historia y la historia de cada uno. 
Cuando todo nos ha sido desposeído nos queda la palabra. Llega entonces el tiempo de la escritura. A pesar de que el psicoanálisis haya usado como terapia principalmente la palabra hablada, porque hablar ya es hacer que el alma deje desvelar su daño, la escritura añade una lentitud a la que nos obliga la elección de las palabras, el saberlas sobreviviendo a nuestro acto de habla. Escribimos para que el tiempo sea nuestro relato. Escribimos para que el lenguaje sea nuestra casa y no un páramo desolado. 

domingo, 14 de julio de 2013

El tono en filosofía


Quienes tenemos el impagable privilegio y la terrorífica responsabilidad de asistir al comienzo de la carrera de nuevos investigadores en alguna especialidad de la rama de humanidades (filosofía en mi caso) nos encontramos ante la obligación de ayudarles a convivir con una tensión que todos los que se mueven en el ámbito universitario sufren, y en la que a veces perecen ahogados. Se trata de la tensión entre encontrar una voz propia y, por otro lado, lograr que la obra de uno sea publicada en revistas académicas para alcanzar los méritos suficientes en el actual mercado de las palabras. 

El mundo de las revistas académicas genera formas y estilos peculiares que constituyen lenguajes específicos sin los que los trabajos están destinados a ser rechazados casi sin leerse. David Foster Wallace, que conocía bien el percal, en Hablemos de Langostas, una nutritiva colección de ensayos, escribe a sus alumnos sobre qué significa hablar un lenguaje que haga posible el ser admitido en ciertos círculos sociales. El lenguaje académico es uno de ellos. Foster Wallace hace  una divertida parodia de uno de estos dialectos. Por mi parte, cuando tengo que aconsejar, lo hago en el siguiente sentido: "aprende y domina este lenguaje". Si uno no desarrolla la capacidad de estructurar el discurso propio en los formatos que exigen las revistas uno se condena a sí mismo a la imposibilidad de una carrera académica. Hay ciertos "markers" sintácticos, semánticos y conceptuales que hacen que los revisores se vuelvan ciegos a lo que el autor está diciendo y respondan de forma automática con un rechazo del artículo. 

En el mundo en que vivimos, sin un número de publicaciones mínimo se depende de los lazos más o menos arbitrarios que se tenga con quienes le pueden dar al estudiante becas o trabajos. Pero este mundo de los lazos feudales está desapareciendo por suerte a gran velocidad y no es buena política apostar por que, al fin y al cabo, uno encontrará un sitio sin haber hecho los deberes. La estadística está en contra de estas esperanzas. Ahora bien, este dominio no significa que por ello se haya logrado hacer algo interesante en filosofía. Lo que demuestra un cierto número de publicaciones es la competencia en el estado de la cuestión, en el dominio de las claves, temas y problemas y, por ello, la capacidad para decir o escribir cosas que pueden ser escuchadas, criticadas e incluso aceptadas por una comunidad de iguales en la academia. No es mucho y no es poco. Es la forma en que se organiza la universidad en un mundo ya entrelazado.

Este consejo suscita muchas resistencias y no pocas ácidas críticas contra la subordinación académica, contra el mercado de las ideas y otros argumentos que todos tenemos en la cabeza. Estoy de acuerdo con muchas de estas críticas, pero mi experiencia me dice que quienes las predican sin concesiones, o no las practican o han tenido poca experiencia de una competencia equitativa con jurados independientes. Curiosamente, muchos de estos críticos del supuesto mercado académico confían más en el mercado editorial o mediático, como si el éxito del mercado mediático fuese un criterio más limpio que el académico. Sorprendente. No estaría mal que leyeran a Roberto Bolaño, quien les enseñaría dos o tres cosas sobre qué es el éxito y cómo se consigue. 

Pero todo esto, que forma parte de un debate que está aún pendiente sobre cómo organizar la selección y el reconocimiento en humanidades, tiene que ver sólo indirectamente con la vocación y el proyecto de tener una voz propia en filosofía (o en lo que sea, pero me refiero a lo que mejor conozco).  Stanley Cavell, uno los filósofos que he aprendido a degustar gracias a la compañía de Carlos Thiebaut, aunque no era al comienzo uno de mis preferidos, explica muy bien en un libro muy autobiográfico, Un tono en filosofía, esta conquista de la voz propia. Como ocurre en la música, el dominio del lenguaje no significa nada si uno no consigue un tono (y quizá timbre) propios. 

El tono no es fácil de definir. No es desde luego el estilo de escritura, ni tampoco el puro contenido conceptual. También en filosofía forma y contenido se entrelazan. El tono tiene otro nivel de profundidad. Implica la voz propia, la elección de temas, el modo de enfocar y tratar los problemas de fondo y forma, y también una cierta actitud ante el discurso, una cierta postura ética ante el lenguaje y la acción. 

Alcanzar un tono propio es algo más difícil de conseguir que culminar una carrera. No es necesario para lograr el éxito académico y quizá no sea suficiente para ser buen filósofo o filósofa. Pero es imprescindible para configurar una identidad propia en el espacio de la cultura. No sabría decir qué hace de un filósofo (uso ya el masculino como universalizador) un buen filósofo, pero sé que sin un tono propio esa persona estará exiliada de su propio proyecto y sometida a la voz de otros o a un imaginario lector que termina resultando  mucho más indiferente de lo que cree quien se acomoda al tono general. 
Por eso también aconsejo a quienes comienzan: "escribe para que te publiquen pero eso no te bastará, tienes que lograr un tono propio. Es lo que hace de tu voz un sonido reconocible e identificable. Lo que hará de ti alguien que domina el lenguaje y no es dominado por él. No te salgas del lenguaje si quieres ser entendido. Pero no te rindas nunca ante él."

domingo, 7 de julio de 2013

La invención de la intimidad

No es sencillo determinar las fronteras conceptuales entre lo privado y lo íntimo, al menos en español, donde intersectan los usos y significados admitidos. Si acudimos al Diccionario de la RAE encontramos

privado, da.(Del part. de privar; lat. privātus).1. adj. Que se ejecuta a vista de pocos, familiar y domésticamente, sin formalidad ni ceremonia alguna.2. adj. Particular y personal de cada individuo.3. adj. Que no es de propiedad pública o estatal, sino que pertenece a particulares. Clínica privada4. adj. Can. Muy contento, lleno de gozo. ESTAR privado5. m. Persona que tiene privanza.6. f. retrete ( aposento).7. f. Plasta grande de suciedad o excremento echada en el suelo o en la calle.

íntimo, ma.(Del lat. intĭmus).1. adj. Lo más interior o interno.2. adj. Dicho de una amistad: Muy estrecha.3. adj. Dicho de un amigo: Muy querido y de gran confianza.4. adj. Perteneciente o relativo a la intimidad.5. f. Cuba. compresa higiénica.

intimidad.1. f. Amistad íntima.2. f. Zona espiritual íntima y reservada de una persona o de un grupo, especialmente de una familia. 
Parece claro que hay usos comunes como es el crear ciertas barreras a la penetración de la mirada ajena en un cierto círculo. Pero el filósofo aficionado a las distinciones por profesión y obligación (creo y suelo decir que los filósofos somos algo así como curadores de palabras, en el doble sentido de "curador") no se encuentra cómodo con esta mezcla. En sus orígenes latinos, "privatus" (participio de "privare") puede significar desposeer o liberar, y denota usualmente a la persona que actúa libre de representaciones públicas. Cuando Cicerón se refiera a que Publio Escipión actúa como privado quiere decir que no lo hace en tanto que su representación pública. "Íntimo", por el contrario (intimus) se refiere a lo oculto, a lo profundo. 

En el uso filosófico, "privado", como en el caso de "lenguaje privado" al que se refiere Wittgenstein, uniría los dos significados originarios latinos de lo que no es público, en el sentido normativo y lo que está oculto, profundo, no a la vista. Pero entonces no queda claro cuál sería el lugar de lo íntimo en el espacio semántico y en su acotación filosófica.

Y sin embargo hay una diferencia notable que está presente en los usos y que responde a una   paralela diferencia filosófica. Varias personas estamos trabajando en las implicaciones de esta diferencia. Así, la dicotomía privado/público referiría a la dicotomía entre la primera y la tercera persona, entre la auto-referencia y auto-fenomenología y la hetero-referencia y hetero-fenomenología. Es la diferencia que hay entre tener un dolor (en primera persona) y saber que otro tiene un dolor. Por su parte, "íntimo" referiría a la distinción entre primera o tercera personas y la segunda persona. La intimidad indicaría aquí el establecimiento de una frontera, una cortina visual, si queremos, que separa miradas.

El pudor, por ejemplo, es una emoción característica de lo íntimo: ocultamos el cuerpo y sus emociones ante ciertas personas pero no ante otras. Siempre implica una barrera que cierra un círculo que, aunque encierre a una a una sola persona  siempre se establece en segunda persona. Sentimos pudor dependiendo de quién esté mirando (a diferencia del recato o decoro que serían actitudes en tercera persona en los espacios públicos).

La intimidad es una conquista de la modernidad, ocurre en un desarrollo cultural en el que lo privado se manifiesta como insuficiente para determinar el espacio de constitución de la persona. La modernidad significó entre otras cosas la heterogeneización y diversificación de los espacios. Se distinguió clara y normativamente la esfera privada y la pública. Ambas se crearon interdependientes. La primera de las dicotomías está en el origen de todo el derecho y la metafísica modernos. Lo íntimo tuvo que esperar más. Comenzó siendo una leve separación de espacios sociales (se abren y cierran puertas en la casa que distinguen lo que puede ser mirado y escuchado de lo que no), después se transforma en una distinción en el espacio social. Ciertas relaciones dejan de ser meras relaciones privadas o públicas para comenzar a ser íntimas, a constituir un lugar donde lo que cuenta es el tú o el nosotros.

Hasta dónde alcance la potencia filosófica de esta diferencia está aún por ver, pero sospecho que tiene un ancho espacio y largo recorrido. Las conquistas culturales son como trinquetes que no permiten volver atrás en la historia y por ello suelen acompañar a ontologías emergentes. La creación de la intimidad hasta el momento ha sido solamente alimento para la cultura de masas, los reality-shows y otras formas de consumo basados en la curiosidad morbosa por lo ajeno, pero no tendría por qué ser así necesariamente. Está por desarrollar una ética, estética, racionalidad y epistemología de lo íntimo: cuándo las actitudes de la otra persona son razones para uno, sus palabras origen de conocimiento, sus actos y obras origen de disfrute propio o común. 

Que lo íntimo haya sido maltratado por ciertos filósofos-funcionarios especializados y obsesionados por la dicotomía público/privado y horrorizados por lo vulgar de los medios de masas (que contaminarían su exquisitez cultural y existencial) no significa que no haya lugar para pensar en el territorio de lo íntimo. Como una vez sostuvo Heidegger, primero habitamos, luego pensamos y después construimos. Ortega, que escuchó aquella conferencia (él esperaba una gigantomaquia entre los dos grandes filófosos, llevaba para ello unas cuartillas sobre el hombre y la técnica) se quedó confundido y nunca llegó a mirar lejos en el horizonte que abría esta ordenación. Nunca lo entendió. Virginia Woolf si lo sabía, mucho antes, cuando pedía un cuarto propio. Exigía una nueva metafísica que ni modernos ni posmodernos podían darle.