viernes, 30 de mayo de 2014

La angustia del poder




Dos de las grandes fuerzas en la acción social son la angustia del poder y la angustia de perderlo. El viejo mafioso de Andreotti tenía razón en que el poder desgasta a quienes no lo tienen (se le olvidó decir que también desgasta a quienes lo tienen y están aterrorizados ante la posibilidad de perderlo). Hay que entender los mecanismos psíquicos personales y colectivos del poder para poder manejarse en los conflictos sociales donde está en juego la correlación de fuerzas sociales.

En las recientes elecciones europeas el movimiento social PODEMOS ha obtenido un respaldo de votos inusitado para una iniciativa que había surgido con premura, sin fondos, sin apoyo mediático, pero basada en el trabajo voluntario de todos aquellos que habían aprendido nuevas formas de acción política en el 15M  y los movimientos Occupy. A la sorpresa inicial ha seguido una rápida, intensa y agobiante campaña en la prensa tradicionalmente entremezclada con las formas políticas que han regido España desde la transición democrática (no sólo política sino también y sobre todo culturalmente). No preocupa tanto la pérdida de poder político (que no ven aún cerca) cuanto la pérdida de poder cultural, que sí temen cercana y que saben también unida a muchos intereses económicos en juego. Pues el poder cultural se ha convertido en la fuente más importante de poder político y económico.

El claro objetivo de esta campaña es llevar a este movimiento a la angustia del poder. La sutil pregunta: "¿queréis el poder o queréis ser un grupo testimonial?" ha sido una de las más poderosas armas en el desgaste de todos los movimientos de resistencia social de la época contemporánea. Porque apunta a mecanismos subyacentes efectivos. La amenaza de la marginalización y la promesa del poder pequeño pero tangible, unidas, han sido un instrumento bien conocido que ha llevado al equilibrio del estatus quo de Europa en los últimos cincuenta años, desde que comenzaron a nacer movimientos diferentes a las viejas fuerzas políticas de la Guerra Fría.

La actual crisis en el marco de la reconfiguración geopolítica, producida por la globalización y por la mutación del capitalismo hacia nuevas formas basadas en el control financiero y el dominio tecnológico, ha producido también nuevas formas de resistencia que aún no han sido entendidas (de ahí el miedo) por la cultura hegemónica. La tentación de estigmatizarlas mediante recursos viejos, acudiendo e estereotipos (radicalismo, proto-terrorismo, etc.) va a ser cada vez mayor y cada vez más los discursos más burdos caerán en ella, pero la parte más inteligente del estatus quo tendrá una actitud mucho más contemporizadora, entre la pregunta del "pero ¿qué queréis?" al "si en realidad nosotros estamos de vuestro lado". En el fondo, maneras de repetir el viejo dilema.

Ciertamente, también, la tentación del poder y la tentación del calor de la pureza son tan incompatibles como igualmente poderosas. "Queremos más poder"  y "queremos conservar el que tenemos" son polos antagónicos que ha destrozado afectiva y políticamente a la resistencia social durante ciento cincuenta años. De ahí que sea tan difícil salir indemne si uno acepta responder a las preguntas del poder.

Pero no es necesario aceptar un dilema que sólo es expresión de las angustias de quienes han llevado a nuestras sociedades a esta situación de desigualdad creciente. El término "podemos" es un término factivo, enuncia algo que es, no algo que se desea o quiere. Es un término que enuncia una realidad que existe y que no ha sido reconocida, pero que no busca reconocimiento, sino auto-afirmación. ¿Qué realidad? La constituida por nuevos vínculos afectivos, culturales, políticos que unen a inmensas zonas de la sociedad excluidas del poder y sometidas a procesos de marginación y desigualdad.

La respuesta no es desear el poder (no hay peor deseo, pues los viejos demonios pueden concedértelo) sino reconocer que ya se tiene. Un poder nuevo de lazos débiles que se estructura en nuevas formaciones ajenas a las viejas masas y ajenas también a los menos viejos movimientos sociales. Que tiene la inteligencia que tienen las redes: plástica, ambigua, adaptativa. Que es inmune a los estereotipos y a las categorías (las categorías han sido también un arma efectiva en el pasado, que han producido el confort de creer que si estabas calificado como "progre" ya estabas salvado por la historia).

La respuesta no es desear el poder. Es decir "(ya) podemos". Y continuar con cierta indiferencia a un ruido de multinacionales mediáticas quizá ya menos temerosas por el miedo a perder el poder que el inundadas por la nueva angustia de no saber qué está pasando.





domingo, 25 de mayo de 2014

El río del olvido




En estas últimas semanas he escuchando dos magníficas charlas de Carlos Thiebaut sobre el perdón y de David Konstan sobre el arrepentimiento y el remordimiento. Ambas se referían al modo de gestión del tiempo que tenemos los humanos que es la revisión del pasado. La víctima revisaría el pasado al perdonar, el ofensor al arrepentirse. Comenzaba Carlos con la constatación de que a veces las sociedades, las comunidades y la gente necesitamos restaurar los lazos y vínculos que han quedado rotos tras una ofensa intolerable. Una de las formas posibles es la de pedir perdón y concederlo. Sabiamente, reparaba Carlos en que la dinámica víctima-victimario es muy compleja, que el privilegio de la víctima para conceder el perdón, se ve asediado por múltiples peligros, de victimismo en una parte del espectro, de perdón no real en otro, y que es necesaria la existencia de una tercera parte, un medio social que opera no como simple espectador sino como testigo activo que puede modificar las condiciones del proceso y hacerlo viable. No es inhabitual encontrar la figura pública del mediador, que parece situarse en representación de toda la sociedad cuyos lazos van a ser restaurados. En términos realistas, reconocía Carlos que el proceso sólo puede ser considerado legítimo o justo si se producen muchas condiciones que implican cierta restauración, el reconocimiento público del daño, y varias otras garantías de que el proceso no está ocurriendo de manera fallida. Entre ellas, una cierta escenificación del lamento de victimario por lo que hizo, que incluiría una petición de revisión si no de su culpa, si de su exclusión social. 

David Konstan, uno de los grandes filólogos contemporáneos, profesor de New York University, ha escrito un libro imprescindible en la historia de las emociones, Before Forgiveness. The Origins of a Moral Idea (Antes del perdón: los orígenes de una idea moral) donde rastrea el origen del perdón hasta las sociedades premodernas para mostrar que es una noción muy tardía, posterior al cristianismo, que en Grecia y Roma no encontramos ni siquiera palabras para referirse al perdón y que, en todo caso, lo que se podría esperar era la clementia, una actitud muy diferente al perdón, que entraña un apaciguamiento de la ira o el resentimiento. En general, es un término que ocurre siempre en contextos de poder: el césar o el gobernante puede conceder "clementia", pero no perdón.

Por otro lado, David ha continuado sus investigaciones y ha comenzado a explorar el polo del ofensor, en particular, la idea de "arrepentimiento", que en nuestro significado común implica remordimiento o dolor interno por el daño causado. Sus conclusiones fueron el contenido de su charla y no son menos extraordinarias que las que ya había hecho públicas en su libro. Tampoco encuentra en la cultura clásica ninguna referencia verbal que nos hable de arrepentimiento o remordimiento. Tan solo se encuentra algo similar en los términos  de "metanoia" y "metameleia", sinónimos que significarían algo así como "lamentar" o cambiar radicalmente de opinión respecto a la corrección de lo que uno hizo. Pero no habría rastros de remordimiento como emoción. "Metanoia" es un cambio de actitud cognitiva ante el pasado que solamente implica el que en aquellas circunstancias la acción fue equivocada y no debería haberse realizado. Sostiene David que ni siquiera en la Biblia encontraríamos esta emoción, que sería más bien una aportación patrística en las culturas en las que se originó el cristianismo, donde la penitencia iría acompañada de profundo dolor o arrepentimiento (en su libro, como curiosidad, David Konstan hacía referencia al Código Penal español, donde el arrepentimiento como actitud subjetiva sigue formando parte de las condiciones de atenuación de la culpa). 

Las sociedades antiguas, pues, fueron sociedades que subsistieron sin perdón ni arrepentimiento. Encontraron otras formas de restaurar los lazos sociales y buscar la re-conciliación y la re-unión sin exigir la clausura del pasado ni el dolor de los pecados. Porque lo cierto es que ninguna de las dos cosas es necesaria ni suficiente. El perdón, sea público o privado, puede no ser suficiente y en otros casos no ser necesario para la reconciliación. Borges sostiene con perspicacia: "Para las ofensas, la mejor arma es el olvido. En el olvido coinciden la venganza y el perdón". Así, nos legó este hermoso poema, "Soy":

Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.


Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.


Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,


del tiempo, que es uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.


El olvido puede ser adoptado por la víctima, o formalizado por la sociedad en un acto jurídico que tiene el mismo nombre, "aministía", olvido. Ambos implican un cierre del pasado, un borrar los antecedentes y continuar la historia.  Se podría discutir si el olvido implica una forma de debilidad o rendimiento por parte de la víctima, pero creo que no, que Borges acierta en lo esencial. Yo diría que hay dos formas de olvido, una que podríamos llamar desmemoria, pérdida de la información sobre el pasado, y otra que es más compleja y contiene algo así como una metaemoción (debo el término a Simone Belli) o emoción que controla la aparición de otras emociones. La metaemoción del olvido, en este caso, sería una forma de apaciguamiento del resentimiento no como clausura del pasado, sino como ejercicio positivo de poder o empoderamiento en la historia. Porque el olvido entraña una suerte de venganza, la que nace de quien se siente de nuevo parte activa del mundo y con poder suficiente como para olvidar el acto, aunque no la acción. El olvido es el privilegio de quien ha logrado restaurar su sitio en el mundo, su dignidad y autoridad. Es compatible con enunciar un "nunca más". De hecho lo exige. 

Me pregunto si acaso no debiéramos abandonar los rituales de perdón y arrepentimiento, tan llenos de autoengaños, falsas conciencias y ocultas injusticias, y sustituirlos por rituales de olvido, de inmersión ritual en el río del olvido, que, como todo ritual, implican un "como si" (olvidáramos), para señalar que la historia va a continuar. Porque la víctima puede. Hace saber al ofensor que ambos han entrado en un territorio contrafactual, un como si no hubiese ocurrido, que implica una nueva forma condicional de existencia, la de quienes quieren seguir viviendo y construyen esas frágiles cabañas que nos protegen de la historia que son los espacios donde suspendemos una parte de la realidad para habitar en otra. Condicional. 




domingo, 18 de mayo de 2014

Tiempo y catástrofe





Asistí hace unos días a una interesante conferencia de Gonzalo Velasco sobre las representaciones de la catástrofe como organizadores de las formas de gobierno contemporáneo. Había argumentado Gonzalo sobre cómo la domesticación del azar se había convertido en uno de las formas de legitimación del estado desde el siglo XIX, una legitimación - sostenía- basada en el saber y el control de las estadísticas y probabilidades. Su argumento era foucaltiano y hacía descansar su discurso sobre la idea de que la seguridad se había convertido en nuestro tiempo en la gran justificación del poder. La seguridad como anticipación y prevención del mal y como sentimiento de los ciudadanos. La deriva contemporánea en el discurso del poder habría ido desde la insistencia en que el estado controla el futuro a una suerte de prevención de la catástrofe.

La idea de que estaríamos ante discursos de "estado de excepción" ha sido recurrente desde las críticas al autoritarismo de los estados contemporáneos de los años sesenta, y puede encontrarse en muchos de los escritos que se difundieron los turbulentos sesenta y setenta (en El amigo americano de Win Wenders (1977) aparece en un cierto momento una portada de Liberation con el nombre de Michel Poniatowski, el ministro del interior de Giscard D'Estaing que acuñó el lema de "aterrorizar a los terroristas"). Pero hay algo de cierto en la promesa de seguridad ante la catástrofe como una constante de los discursos contemporáneos. Argumentaba Gonzalo Velasco que la inminencia habría sustituido al tiempo largo en los horizontes de representación de los discursos sobre el tiempo de la vida, en una suerte de aceleración del tiempo de la historia como articulación de la trama que justifica los estados. Este discurso de la inminencia habría sucedido a los viejos discursos del progreso como tiempo distante y casi escatológico. 

Hay mucho de cierto en la idea de que el tiempo se representa bajo la sombra de la inminencia y que por ello se movilizan recursos emocionales mucho más potentes, basados en las emociones negativas como el miedo y la ira, que sustituirían a los intereses pequeñoburgueses de la búsqueda de "seguridad" en el imaginario contemporáneo. Pero no estoy tan seguro de que esa presentación sea demasiado nueva. Más bien todo lo contrario: el recurso a la excepción, me parece, ha tenido una presencia permanente en la argumentación del poder. El "yo o el caos" ha sido un tópico constante al que se recurre tras haber presentado el tiempo presente como un espacio al borde del abismo. 

Como he sostenido en varias ocasiones en las entradas de este blog, la escatología política (en el sentido teológico de discurso sobre el fin, no en el fisiológico de estudio de los excrementos, aunque también en modo irónico) ha mutado desde el discurso sobre la inminencia a un discurso sobre la resignación y el destino, a una supresión del tiempo futuro en los discursos, a un abandono de la historia como recurso argumentativo. Es lo que quiero decir con la idea de que vivimos en un tiempo en el que "el apocalipsis ya ha ocurrido", que implica la idea de que el estado se ofrece como "kit de supervivencia" sin otra alternativa. 

En concepto de "desastre" o "catástrofe" se articulan dos ideas con una importancia desigual: la primera es la de un acontecimiento súbito que convoca en un intervalo más bien corto de tiempo poderosas fuerzas de origen humano o cultural que, ésta es la segunda idea" provocan un daño o transformación enorme en las vidas y en la estructura social de quienes lo padecen. El recurso a la inminencia se apoyaría más en la intuición de la primera idea. Corresponde a la tradición "catastrofísta" en geología, que explicaba el paisaje como resultado de una secuencia intermitente de "catástrofes" naturales. Una idea del siglo XVIII que no sobrevivió a ese siglo ni en geología ni en biología, pero que en el siglo XIX dio origen al concepto de revolución como explicación de la intermitencia de la historia en sus pasos hacia el progreso. 
En matemáticas, la noción de catástrofe se refiere a un punto de inflexión que entraña una variación muy significativa en la línea que representa la dinámica de un sistema: una bifurcación, una caída brusca, algo similar. Es la misma idea de lo brusco como aticulación de la catástrofe. 

Pero la idea importante de la catástrofe está en el daño que causa, en la determinación sobre los planes de vida, interrumpidos por una fuerza que tiene las características de destino. Lo que realmente nos asusta de las catástrofes es que nos roban el futuro, que nos instalan en un presente continuo en el que la supervivencia es la única ventana ante el tiempo, que de hecho suprimen la historia en sus dimensiones de memoria y anticipación, de nostalgia y de esperanza y nos sitúan ante la pura acción-reacción como trama de nuestra existencia, que nos impiden construir la vida como un plan y la convierten en mera escapada. 

Es posible que no haya ocurrido nada, que no haya sido más que un pequeño gemido de la historia, como un sollozo, decía Eliot, y sin embargo nos habríamos convertido en hombres vanos, en seres para quienes el futuro es banal porque ha perdido el sentido. Cuando una generación entera se alza gritando "sin trabajo, sin futuro, sin miedo" no están protestando sólo por la expropiación de su tiempo largo, sino constatando la nueva forma del paisaje en el que nos habría instalado el discurso del fin de la historia. No es la inminencia de la catástrofe, sino la fuerza del destino lo que nos quieren imponer. 

No me resisto a dejar aquí el hermoso poema de Thomas Eliot: 

LOS HOMBRES VANOS (1925)

Un penique para el viejo Guy

I
Somos los hombres vanos
Somos los atestados
Que yacen juntos.
Cabezal henchido de paja. ¡Ay!
Nuestras voces secas, cuando
Susurramos juntos,
Son calladas y sin sentido
Como viento en yerba seca
O patas de rata sobre vidrio roto
En nuestro sótano seco.

Horma sin forma, sombra sin color,
Fuerza paralizada, ademán sin movimiento.

Los que han cruzado
Con ojos directos, al otro reino de la muerte
Nos recuerdan -si acaso- no como extraviadas
Almas violentas, sino sólo
Como los hombres vanos
Los atestados.
II
Ojos que no me atrevo a ver soñar
En el reino de sueño de la muerte
Ellos no aparecen:
Allá, los ojos son
Sol sobre una columna rota
Allá, un árbol hay que oscila
Y hay voces
Que cantan en el viento
Más distantes y solemnes
Que una estrella fugaz.

Dejadme estar no más cerca
En el reino de sueño de la muerte
Dejadme así vestir
Tan adredes disfraces
Abrigo de rata, cuero de cuervo, desfondos cruzados
En un campo
Obrando como el aire obra
No más cerca
No ese final encuentro
En el reino sombrío.

III
Esta es la tierra muerta
Esta es tierra de cactus
Aquí las imágenes de la piedra
Son alzadas, aquí reciben
La súplica en la mano del cadáver
Debajo de los guiños de una estrega fugaz.

Es así como esto
En el otro reino de la muerte
Solos caminamos
A la hora en la que somos
Temblando con ternura
Labios que besarían
Desde plegarias hasta piedras rotas.

IV
Los ojos no están aquí
No hay ojos aquí
En este valle de estrellas que mueren
En este valle hueco
Esta rota mane mandíbula de nuestros reinos perdidos

En este último lugar de las reuniones
Nos congregamos
Y nos callamos
Plegados en la margen del crecido río

Ciegos, aunque
los ojos reaparezcan
Como perpetua estrella
Rosa multifoliada
Del reino sombrío de la muerte
La sola esperanza
De hombres vanos.

V
Vamos rodeando la tuna
Una tuna, una tuna
Vamos rodeando la tuna
A las cinco de la madrugada.
Entre la idea
Y la realidad
Entre los actos
Y el ademán
Cae la sombra
Porque Tuyo es el reino
Entre el concepto
Y la creación
Entre la emoción
Y la respuesta
Cae la sombra
La vida es muy larga
Entre el deseo
Y el espasmo
Entre la potencia
Y la existencia
Entre la esencia
Y el descenso
Cae la sombra
Porque Tuyo es el reino
Porque Tuya es
La vida es
Porque Tuyo es el
Y así se acaba el mundo
Y así se acaba el mundo
Y así se acaba el mundo
No con un estallar, con un sollozo.

              (Traducción: Julio Hubard)

domingo, 11 de mayo de 2014

Miénteme, dime que...





A nadie le gusta que le mientan, aunque según los autores de Spy the Lie, tres interrogadores expertos de la CIA, todo el mundo miente a menudo (sobre diez veces al día, sostienen, incluyendo las mentiras inocuas). De todos es sabido que a Kant esto le horrorizaba. Trata de la mentira en varios escritos, pero demuestra su extraordinaria perspicacia en su escrito "Sobre los deberes éticos para con los demás atendiendo especialmente al de veracidad" recogido en sus Lecciones de Ética. Se plantea allí el supuesto de alguien a quien otra persona le ha mentido continuamente. ¿Estaría justificado devolverle la mentira? Dice Kant:

No cometo injusticia alguna pagando con la misma moneda a quien me ha mentido siempre, pero sin embargo sí actúo contra el derecho más elemental de toda la humanidad, pues socavo los cimientos que sirven de base a cualquier tipo de asociación humana, contraviniendo el derecho de toda la humanidad

Kant cree que nunca está justificado mentir, y mucho menos en los contextos en los que se persigue un bien mayor, y cita un tipo particula de mentiras: "aquellas mentiras mediante las cuales se pretende hacer algún bien, eran denominadas por los jesuitas peccata philosophica o pecatilla". Kant concluye: "la mentira constituye algo indigno en sí misma, independientemente de que se tengan buenas o malas intenciones".  Al viejo Kant siempre hay que escucharle aunque no se esté de acuerdo con él y sobre todo hay que leerle y pensarle en las ocasiones en que uno no lo está. 

En este caso, el argumento de Kant es fácil de entender y de aceptar. Sostiene Kant que dado que los humanos estamos hechos de manera que no accedemos directamente a las intenciones de los otros, sino solamente a sus actos, una condición necesaria para que la humanidad se organice en sociedad es que las personas sean veraces y sinceras, es decir, manifiesten lo que realmente creen cuando han manifestado que van a declarar sus intenciones. Mentir, por el contrario, implica, al menos, sostener algo diferente de lo que se cree, es decir, implica la insinceridad. Y esto llevaría, de extenderse mayoritariamente esta costumbre,  a que la sociedad sea imposible. En este escrito, sin embargo, Kant reconoce la imposibilidad de ser completamente sinceros: tendríamos que confesar todos nuestros defectos, y hacernos repugnantes a los demás, como si les invitásemos a ver nuestra casa --pone como ejemplo-- y lo primero que enseñásemos fuese el lugar donde guardamos el orinal. El texto se convierte entonces en un verdadero tour de force para hacer compatible la máxima de no mentir con el reconocimiento de que una completa sinceridad también haría imposible la sociedad.  La solución kantiana a esta tensión es permitir que uno pueda ser reservado, lo que no significa, sostiene Kant con perspicacia, guardar silencio: "Como el silencio siempre traiciona no es ni siquiera conforme a la prudencia el ser reservado, y cabe mostrarse prudentemente reservado sin necesidad de guardar silencio. Para mantener esta actitud reservada concorde con la prudencia se requiere cierta reflexión, ya que uno debe opinar y hablar de todo excepto acerca de aquello sobre lo cual quiere mostrarse reservado". O sea envolver el silencio en un manto de palabras. 

El argumento contra la mentira de Kant es poderoso y profundo. Bernard Williams lo reelaboró en su último libro Verdad y veracidad (traducido por mi compañera Rocío Orsi) para aplicarlo a las condiciones que hacen posible una sociedad democrática. Nos merecemos la verdad, sostiene Williams, y por eso es necesario promover la sinceridad y el sentido de realidad. ¿Quién no estará de acuerdo con Kant y Williams que una sociedad donde reine la mentira será una sociedad donde reine la desconfianza y donde sea imposible que existan acuerdos y por ello se instaure una violencia interna inacabable? No seré yo quien lo haga. Al contrario,  me parece que una parte del problema que tenemos es lo barato que sale la mentira, sobre todo lo que llamamos "mentira descarada", la que se sabe que lo es y sin embargo aceptamos como respuesta válida, al modo del acusado que se declara inocente, por más que sepamos que toda la evidencia está en su contra. No hay que ser muy radical ni pesimista para constatar la extensión de la mentira como instrumento de relación social. 

Y sin embargo, Kant sabía bien que la historia no acaba aquí, porque también es cierto que la transparencia haría igualmente imposible la convivencia. Recuerdo un día en que el cascarrabias de Ernst Tugenthat visitó nuestra universidad para dar una conferencia, y comiendo con él en el comedor de profesores, se acercó el encargado de comedor para preguntarle si le habían gustado las alubias que había pedido. "No, nada -respondió-, son las peores que he comido nunca". El camarero se quedó pálido y los demás pusimos una sonrisa de circunstancia. Tugenthat había sido sincero, pero ¿a quién le importa la sinceridad cuando le preguntas a tu invitado si le ha gustado el plato que le has cocinado? Kant es el mejor Kant cuando detecta las contradicciones de nuestra existencia, aunque no nos convenza en su resolución. Me temo que la solución kantiana de envolver tu silencio en un cháchara sobre cualquier otra cosa no es una opción válida. Puede que su conciencia se quede tranquila porque no has mentido, pero has faltado a la cortesía más elemental y es dudoso que la falta sea menor que la mentira inocua. 

Me temo que Kant no sale completamente airoso del planteamiento tenso que nos propone en su escrito. Nuestra vida social se sostiene a la vez sobre la sinceridad y sobre el mutuo engaño consentido. Varios sociólogos de los micro-rituales que nos constituyen, por ejemplo, el saludo que comentaba en la entrada anterior, explican que estas formas de práctica ritualizada en las que consiste nuestra "buena educación" crean espacios y tiempos "como si", es decir, espacios y tiempos en los que se suspende la relación social real de poder y hacemos como si fuésemos iguales. Estas suspensiones de la realidad no son algo accidental. Conforman la sociedad con tanta fuerza como la capacidad comunicativa veraz. Sin estas ficciones el rostro del poder se nos haría insoportable.

Sería una mala respuesta considerar que estas microficciones no son mentiras genuinas. Lo son. Y son necesarias para sobrevivir. Al final, lo que uno pide a la gente con la que convive no es tanto sinceridad como educación, deferencia, capacidad para crear espacios "como si" en los que habitemos con cierta tranquilidad. 

Quizá alguien crea que estoy defendiendo la mentira. Pues sí. La mentira no es mala ni buena en sí misma. Es una constante humana. Lo que ocurre es que hay mentiras y mentiras. La mentira dañina es la que se comete cuando se ha prometido la sinceridad. La mentira que rompe nuestros lazos es la que contiene insinceridad sobre la propia sinceridad, además de sobre el contenido de lo que decimos. Es lo que no perdonamos y lo que fractura la confianza. Es lo que no perdonamos a los amigos y lo que los amigos no nos perdonarán. Es la que rompe la lealtad que nos debemos los unos a los otros. Es, claro, la que no les perdonamos a quienes nos han prometido sinceridad, como ocurre con los gobernantes, los periodistas, los educadores, etc. 

En los demás contextos, nuestra convivencia es posible porque admitimos ser mentidos: "miénteme y dime que...". No es dañina esta mentira porque realmente habitamos en dos mundos, el de la realidad y el mundo del "como si". Y a veces el más real es el mundo ficticio en el que nos refugiamos para soportar éste. ¿O alguien cree que el amor y la amistad son algo distinto a un largo y compartido "como si"? ¿O alguien cree que la democracia es otra cosa que un "como si" en el que habitamos, en el borde continuo del conflicto? Hay mentiras que nos salvan y mentiras que nos destruyen. La sabiduría moral y política es saber distinguirlas. 

domingo, 4 de mayo de 2014

Ceremonias de la confusión





Aunque lo parezca, éste no es uno de los malos chistes de Zizek: Trofim y Pavel se encuentran en un tren de Moscú en los tiempos de la Rusia soviética. Pavel le pregunta a Trofim: "¿A dónde te diriges?", a lo que Trofim responde: "Voy a Pinsk". "¡Ah, no! - responde Pavel- sé muy bien que me has dicho que vas a Pinsk para que crea que vas a Minsk, pero te he cazado: estoy seguro de que vas a Pinsk". En tiempos y lugares de desconfianza, decir la verdad puede ser uno de los medios más efectivos de engañar, aunque el bueno de Pavel lleva su desconfianza a segundo grado y desconfía de la desconfianza de Trofim y alcanza la información por un retorcido camino sobre las intenciones comunicativas del otro. Pues cuando se debilitan o rompen los lazos afectivos que vinculan a las comunidades y sociedades, una de las primeras víctimas no es la verdad, como suele afirmarse de los conflictos, sino la posibilidad de comunicación y comprensión. 

El chiste del engaño diciendo la verdad me permite conectar dos temas sólo dispersos en apariencia en los que actualmente trabajo: el poder de la cultura, por un lado, y la epistemología de la comunicación (testimonio y engaño), por otro. Así que aburro a todos los que me rodean con discursos sobre rituales y sobre confianza o desconfianza. No había reflexionado nunca sobre las relaciones entre los dos campos, los rituales y la comunicación hasta que algunas derivas de ciertas discusiones me han llevado a pensar sobre los hilos que conectan la confianza epistémica con las formas culturales. 

Lo que Trofim y Pavel nos permiten sospechar es que una de las grandes "verdades" del pensamiento contemporáneo, prácticamente la única en la que convergen y coinciden corrientes tan diversas como la hermenéutica, la teoría crítica y la filosofía analítica, es una verdad relativa y limitada. Me refiero, claro, a la idea del apriori del lenguaje, al postulado de que el lenguaje nos sitúa en una segunda naturaleza en la que los principios que hacen posible la comunicación son los principios que nos hacen humanos. Para una parte sustancial del pensamiento contemporáneo la pragmática y semántica del lenguaje son anteriores y determinantes de la ontología (la distribución y ordenamiento de lo que hay) y la epistemología (las condiciones que hacen posible el conocimiento). Pero la lección de los rusos es que la comunicación y el pensamiento están siempre situados socio-culturalmente y que en muchas ocasiones el lenguaje no es necesario y en otras muchas no es suficiente. 

No me refiero solamente a grandes contextos históricos y sociales sino también a los muchos episodios y procesos de conflictos radicales entre seres humanos. He visto esta semana El pasado de Asghar Farhadi (2013), el director iraní especializado en situaciones de tensión en la pareja (Nader y Simin, una separación (2011)) y reconocí en el clima de desencuentros que plantea la película uno de estos espacios de malentendidos en los que el lenguaje va a rastras de la realidad. (Lo siento, no puedo pensar en un director iraní sin recordar a Alberto Elena, el historiador y crítico del cine de la periferia que nos dejó -y nos dejó desolados- esta semana).

Bueno, lo que está en cuestión en estos episodios tan cercanos a la experiencia es que la capacidad lingüística está entrelazada con otras capacidades sin las que pierde sus virtudes cognitivas, comunicativas y performativas (realizativas). Lo que está en cuestión, lo que se pone en cuestión, es el prejuicio intelectualista que dirige la antropología del lenguaje sobre la que se asienta buena parte del pensamiento contemporáneo. Como si el lenguaje fuese un medio universal -el agua que los peces no notan- y no fuese uno entre los varios medios en los que discurre nuestra existencia. Otro medio, tan importante como el lenguaje, es el medio simbólico, no puramente lingüístico, que sostiene nuestros lazos afectivos. Es un medio compuesto de palabras, sí, pero también de gestos, de actos, de artefactos como nuestra forma de vestir, de modos de movernos y de situarnos en el espacio de relaciones personales. 

Una larga, aunque menos conocida, tradición de antropólogos y sociólogos ha ido sugiriendo el poder de los ritos en la configuración de la conducta humana. Hay grandes ritos como son los ritos de paso, los ritos de conflicto y purificación, o los ritos de rebelión, que articulan las grandes formas y movimientos sociales, pero también están los micro-rituales como el saludo (o el no saludo), las formas de deferencia o superioridad, los ritos de seducción o cariño, los ritos deprecatorios de insulto, o los propios ritos que permiten la argumentación y reflexión. Los educadores escolásticos, por ejemplo, sabían que la capacidad argumentativa no es una condición sino un resultado de ciertos ritos previos que dan armazón retórico a la capacidad de argumentar. Sin ellos un argumento puede ser también una forma de violencia.

Los grandes y pequeños rituales son conductas repetitivas que tienen el poder simbólico de señalarnos que todo va bien (o que todo va mal), que lo que viene a continuación se inscribe en el terreno de lo ordinario, en donde adquieren sentido nuestras prácticas y nuestras voces. Si, por citar un caso cotidiano de micro-conflicto académico, me cruzo con un colega en el pasillo y no me saluda, y luego nos volvemos a cruzar en una reunión, la ruptura que indicaba el no-rito del no-saludo hace que todos los significados se distorsionen y nos hallemos en un territorio de malentendidos y desconfianzas. La epistemología de la confianza se ha vuelto epistemología de la desconfianza y el testimonio se transforma en sospecha de engaño y argucia. Es el poder simbólico de los ritos. Las acciones simbólicas rituales crean los espacios de comunicación o los curan cuando han sido heridos. Tienen un poder causal que está antes y después del poder performativo de las palabras. O que se enreda con él.

En los tiempos de desconfianza uno ya no oye las palabras del otro, solo atiende a sus gestos y ritos de comunicación no verbal. A sus tics y truquillos que nos indican que nada de lo que está diciendo expresa con sinceridad lo que cree. Si queremos restaurar los lazos comunicativos necesitaremos rituales poderosos de perdón y olvido. Rituales de renacimiento de lazos que no pueden ser tejidos solamente por el lenguaje. El mundo, los ritos y el lenguaje hacen al mundo los ritos y el lenguaje. Una cuerda de tres cabos de la que pende nuestra existencia.