domingo, 4 de enero de 2015

Del reino de los fines a la república de los medios




Aunque ya no está tan de moda la discusión sobre la tensión entre la racionalidad de fines y la racionalidad instrumental, aún sigue asentada como una de esas verdades que hay que explicar en filosofía en todos los niveles. Nunca he entendido muy bien que haya que fragmentar la racionalidad (bastante poca tenemos como para andar dividiéndola). Es mucho más claro decir que hay razones de diversos tipos: razones económicas, razones políticas, razones técnicas, razones afectivas, razones morales, razones epistémicas, etc., pero es muy confundente dividir entre fines y medios. Como si se pudiese discutir de fines sin discutir de medios, o debatir de medios como si fuesen neutros.

Las decisiones que tomamos en el curso de nuestras vidas, y en las que se manifiestan todas nuestras virtudes y defectos como seres que razonan (o no), atienden poco a estas dicotomías de sillón filosófico. Miremos a nuestro alrededor, a nuestra biografía y a las de la gente que conocemos y tendremos gratis una biblioteca de psicología moral y racional. Pensemos en un caso imaginario: Idoia vive con su pareja desde hace un tiempo. Ahora está buscando trabajo y una de las posibilidades es hacerlo en un país extranjero. La decisión entraña largos periodos de separación de su pareja. Por una parte, Idoia no puede seguir en paro: su carácter se está estropeando, sus condiciones de vida son cada día más precarias y la misma convivencia con la pareja está en peligro de seguir en esta situación. Por otra parte, sabe o prevé que la distancia le va a producir durante un tiempo una insoportable sensación de soledad y vacío, pero al cabo del tiempo también está en peligro la pareja (de hecho, a veces, cada vez más, se hace difícil la convivencia). Hay otras consideraciones sobre la familia, las formas de vida en el extranjero, las amistades que se dejan y otras que se pueden imaginar fácilmente. ¿Cómo es posible el ejercicio de la racionalidad por parte de Idoia?

Malamente, para decirlo en castizo. En primer lugar: la alternativa de Idoia no es una simple elección de medios y fines. Es difícil entender esta situación sin entender la situación de un marco económico que literalmente la ha dejado sin alternativas. Es la falta de medios la que presiona sobre los fines. Que, además, se encuentran en un conflicto insoluble. Incluso si Idoia es una persona fría y razonable, se encuentra en una encrucijada que el filósofo Bernard Williams calificó como de mala suerte moral. Haga lo que haga y tome la decisión que tome su identidad práctica y su identidad personal quedará dañada por largo tiempo.

A veces la racionalidad tampoco paga. Necesitamos racionalidad para los casos difíciles. Los casos fáciles se arreglan sin deliberación, basta la reacción espontánea de nuestra experiencia cotidiana. Pero en los casos difíciles, muchas veces, la racionalidad tampoco acude en nuestro auxilio. Si buceamos en el alma de Idoia, en el angustioso tiempo que se toma para elegir, encontraremos múltiples episodios de lo que llamamos en filosofía con displicencia y superioridad "autoengaño", "debilidad de la voluntad" o "akrasia y procrastinación", pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar la racionalidad de sus decisiones con tanta precipitación y seguridad?

Quizá uno aconsejaría a Idoia que hiciese tanto caso a sus tripas como a su cabeza (sí, literalmente a sus tripas. De las tres almas que proponía Platón, a veces la más sabia es la que está en las tripas, pues allí se somatizan los estratos más profundos de la identidad). Pero es difícil saber qué aconsejar y cómo hacerlo. Estoy escribiendo sobre racionalidad y sólo me vienen a la cabeza casos como los de Idoia, en vez de los ejemplos sobre devolver los libros a la biblioteca que encuentro con tanta frecuencia en los textos que leo.

Uno de los sarcasmos más crueles de Gregorio Morán en El cura y los mandarines (creo que ya no voy a debatir más sobre el libro) es el que deja caer sobre la cultura filosófica de la transición: precisamente, dice, cuando se había instaurado un sistema cesarista y de corrupción generalizada, la universidad se llenó de gente de ética (los seguidores de Aranguren, los llama). Es cruel y no sé si justo (me autoaplico el comentario: cuando en España menos ciencia se hacía y la que se hacía era de juguete (papel y lápiz para hacer matemáticas, y poco más), la universidad se llenó de filósofos de la ciencia que pontificaban). Pero sí, hay algo de cierto en que las filosofías normativas son de poca ayuda cuando las normas también lo son.

Un personaje de La edad de hierro de J.M, Coetzee, la profesora de clásicas jubilada Mrs. Curren, cuando desciende a los infiernos de la vida real en la Suráfrica del Apartheid, afirma: "hay tiempos en que no basta con ser gente decente para ser moral". Quizá ocurra (me ocurra) también un periodo de mala suerte moral. Hay tiempos en los que no basta con escribir sobre racionalidad y moral. Tiempos en los que cualquier decisión que uno tome dejará dañada la propia identidad personal. Tiempos que tal vez exijan abandonar el reino de los fines para luchar por la república de los medios.




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