lunes, 27 de julio de 2015

La posibilidad de una posibilidad



He tenido la ocasión estos días de asistir a varias mesas redondas en las que he escuchado diversos aspectos de la filosofía política de los dirigentes de Podemos. Independientemente de cualquier juicio circunstancial, es difícil negar que se trata de un movimiento que ha introducido el debate intelectual como una práctica que había olvidado la práctica más o menos gerencial de la política en Europa y otros lugares de Occidente. Lo que incluye, claro, también, a las formaciones políticas de izquierda, que ahora tienen que correr a sus olvidadas bibliotecas a actualizar sus también olvidadas lecturas para intentar seguir el agobiante ritmo de los nuevos pronunciamientos, conceptos y juicios sobre la situación.

Tengo que confesar que a veces me cuesta seguir muchos debates y expresiones. Ciertamente, he leído o leí en su momento a los autores y autoras de referencia del movimiento (Gramsci, Laclau, Mouffe, los autores franceses post-althusserianos, la filosofía radical europea de Negri, Agamben, et alii) pero me perdí la parte intermedia puesto que mis lecturas y meditaciones sobre filosofía política tienen otros componentes que van desde Hanna Arendt y los grandes contractualistas a los teóricos del marxismo analítico que se apoyan, a su vez, en la teoría de juegos, la psicología cognitiva e instrumentos similares. Pese a todo, creo que he llegado a entender algunos conceptos y en esta entrada voy a intentar traducir algunas expresiones a mis propias luces y entendederas. Al fin y al cabo, si Podemos quiere apelar al sentido común tendrá que aprender a trascender sus propias jergas. Sentía a veces tanta simpatía como curiosidad al ver con qué dedicación muchas personas de la audiencia tomaban rápidamente notas de conceptos y expresiones que a mí me resultaban difíciles de seguir y entender. Pero esto es parte de lo que ocurre en los fenómenos de repolitización del discurso.

Tres ideas que he encontrado claves son las de ventana de posibilidad histórica, hegemonía y renuncia a la representación. La primera establece un diagnóstico sobre la situación global de Europa y particular de España, la segunda elabora una estrategia de aprovechamiento de esta posibilidad y la tercera indica una diferencia de método y concepción respecto a otras identidades políticas más o menos convencionales.

La idea de una ventana de posibilidad tiene un ancho trasfondo metafísico y un componente de examen empírico de la situación actual.  En lo que respecta a lo primero, nos lleva a dos ideas del pensamiento contemporáneo tan importantes como difíciles: la oposición heideggeriana del "evento" o acaecer frente al estado de las cosas o estructura, y la crítica a la metafísica de la presencia por parte de algunos alumnos suyos como Derrida: lo no presente tiene una fuerza que se manifiesta ocasionalmente en ciertos puntos de la contingencia histórica (perdón por el uso de la jerga, pero no da para más una entrada de blog).  El componente empírico sostiene que en la situación actual se ha producido una crisis de legitimación, de eficiencia y de inteligibilidad de la cultura dominante (que es la cultura de las clases dominantes), tal que abre una posibilidad de cambio histórico. Esto nos lleva a la segunda idea, la de hegemonía.

Hegemonía fue la respuesta de Gramsci a una inquietante pregunta: ¿por qué fracasan las revoluciones donde se supone que tendrían que triunfar? Fue una pregunta muy natural a quien vivió el origen del fascismo y que trató de responder en su estadía en la cárcel. Gramsci se tomó el trabajo de revisar toda la cultura italiana de su tiempo para concluir que si fracasó la posibilidad de la revolución era porque las clases subordinadas habían internalizado una suerte de naturalización de su situación a través de las múltiples formas culturales dominantes. Propuso la idea de revertir la situación mediante políticas culturales antihegemónicas que fueran dirigidas por una suerte de sujeto creador que llamó el intelectual orgánico, que coincidía más o menos con la función intelectual y cultural de un movimiento o partido. Afortunadamente, esta última parte de la solución es algo a lo que parece renunciar explícitamente Podemos en cuanto apela a la transformación colectiva más allá de la presunta sabiduría de las élites intelectuales.

La tercera idea es la que más me interesa como filósofo y como ciudadano. Es la renuncia a la representación de un modelo histórico de sociedad, tal como proponen las grandes filosofías políticas que encuentran en algún relato bien del futuro (progreso, socialismo, ...) o del pasado (contrato social, ...) los fundamentos de la acción política. La renuncia a la representación deja un vacío que es llenado por las diversas demandas sociales de múltiples tipos y contenidos que tendrían que articularse en un programa de cambio cuyo horizonte es más negar lo que hay que representar lo que tendría que ser.

La renuncia a la representación del futuro es un vector que ha estado siempre presente en el marxismo clásico opuesto al utopismo más o menos radical, desde Proudhon al socialismo utópico o al fabianismo. Consiste en la idea de "aprovecha la oportunidad" o "carpe diem" más que en la de soñar con un futuro que puede ser engañoso. En la filosofía posmoderna se ha traducido en la idea del final de los grandes relatos y en la fragmentación generalizada de los horizontes de expectativa histórica como rasgo esencial de nuestro tiempo.

Curiosamente, ni Gramsci nisus seguidores actuales han trabajado sobre esta idea porque realmente deriva de otra tradición que parecen manejar con menos habilidad. Se trata del viejo hilo del pensamiento negativo que proviene del misticismo protestante y que luego ejemplifica Walter Benjamin en sus tesis de filosofía de la historia. Benjamin responde de forma distinta a la de Gramsci a la pregunta de por qué fracasa la revolución (quizá por qué fracasa toda idea de revolución). Benjamin encuentra en las políticas de la memoria lo que no puede encontrarse en la imaginación del futuro. El trabajo resistente, para él, se sitúa en cómo reestructuramos la idea de lo pasado. La hegemonía de Gramsci, para decirlo de algún modo, no es la de Benjamin.

Es aquí donde creo que los teóricos de Podemos podrían aprender mucho dirigiendo sus miradas a toda la filosofía política que se ha desarrollado sobre la ideas de "daño" y de "nunca más".  Quienes han trabajado sobre ellas (mi colega, amigo, Carlos Thiebaut), argumentan que la historia discurre por sendas contingentes en las que, sin embargo, vamos estableciendo ciertos puntos de inflexión en los que se afirma colectivamente una imposibilidad histórica: nunca más. Estos puntos se transforman en reglas y representaciones, en derecho y en actitudes psicológicas. Se establecen mediante el predominio de ciertos relatos de duelo que forman parte de la experiencia histórica de algunas sociedades.

Muchos de los populismos iberoamericanos a los que se refieren continuamente las argumentaciones de los líderes de Podemos sólo tienen sentido si los entendemos sobre la base de una construcción colectiva de la memoria que se remonta desde la colonización a las nuevas formas de colonialismo que han sido las dictaduras de las que se han librado poco a poco estos países. Pero esta forma de entender el evento histórico no es la de la toma del poder sino la de una nueva forma de poder que traduciríamos con mucha más fuerza en la idea del nunca más. La ventana histórica no se dirige tanto hacia el futuro (tomar el poder) como hacia el pasado (impedir lo imperdonable). Sospecho que tiene mucha más fuerza crítica y movilizadora que muchas de las expresiones que he oído en estos días.

domingo, 19 de julio de 2015

Contornos del odio



El odio es, dentro del espectro de los afectos humanos, uno de los sentimientos más difíciles de analizar psicológica, social y culturalmente. Llega con tantas descalificaciones que es difícil escribir sobre este sentimiento con alguna distancia. Como si la distancia fuese ya una especie de consentimiento del odio. Sin embargo, a pesar de su mala prensa, es, con diferencia, la emoción más extendida. Es difícil surfear un rato por las redes sociales sin sentirse aturdido por cuánto odio acumulado en el lenguaje hay por ahí. En la entrada en inglés de la Wikipedia, "hatred", se citan del libro de James Underhill Ethnolinguistics and cultural conceps: Truth, love, hate and war, el antiamericanismo y el invento de Reagan sobre el "imperio del mal" como dos políticas contemporáneas de odio (por cierto, la versión francesa, "Haine" es considerablemente superior informativamente). Pero no necesitamos que nos muestren ejemplos: vivimos en el odio permanente.

No voy a escribir ningún alegato contra el odio. En el mundo que nos rodea, predicar contra el odio es hacer como el cura que en Viernes Santo salpica de agua bendita con el hisopo el plato de cordero que se va a meter entre pecho y espalda murmurando, "eres pescado, eres pescado..." Si el odio es tan malo, ¿por qué está tan extendido y es tan persistente? Cabría responder "porque el hombre es malo y lleva dentro la semilla del mal". Es la tesis de la condición de caída de la condición humana que nace con la Biblia y que ha infectado todo el pensamiento y la cultura occidentales. Pero, sorprendentemente, el relato del Génesis no encuentra en el odio el origen del mal sino en el conocimiento. De Pablo de Tarso a Heidegger, la condición de caída humana se sitúa en otros lugares: el cuerpo o la memoria, pero no en la capacidad para odiar. Y a nadie se le oculta, por lo demás, que la religión ha sido uno de los medios de gestión del odio más efectivos a lo largo de la historia. Pero esta modalidad de la auto-deprecación de especie no me parece otra cosa que un resto del ancestral determinismo que impregna el pensamiento y la cultura.

Ortega, en sus Estudios sobre el amor (tengo que confesar que es uno de los libros suyos que más me ha costado acabar por la cantidad de estupideces sexistas que contiene), rechaza la tesis de Tomás de Aquino de que el amor y el odio son dos formas de deseo. De deseo de posesión en el primero, aclara, y de destrucción en el segundo. Ortega se dedica a continuación a refutar esta tesis y a mostrar que amor y deseo son dos cosas distintas, pero esa senda nos lleva en otra dirección. La tesis tomista de asociar el odio al deseo de destrucción del otro es interesante, y acierta en un componente esencial que no suele señalarse en la lexicografía. Así, en los diccionarios se suele reseñar la animadversión y antipatía hacia algo o alguien, pero raramente el deseo de destrucción.

El deseo de destrucción parecería ser lo que asimila tan rápidamente el odio a la violencia y a la guerra. De ahí que una actitud pacifista ante la vida lleve tan rápidamente al rechazo del odio: "haz el amor y no la guerra" es uno de esos lemas que definen una época. En el siglo XX definió la movilización contra la Guerra de Vietnam, pero no tardó en ser sustituida por la actitud contraria de la movilización contra el "Imperio del mal".  Pero me parece que en toda esta constelación de asociaciones hay dicotomías que producen esta curiosa hipocresía que nos invade. Como ocurre con la ideología y con el mal aliento, se tiende a pensar que el odio siempre lo tiene el otro: los islamistas, los rojos, .... Es difícil ver el odio en el ojo propio.

Para comenzar, me parece equivocado oponer odio y amor. Primero porque es difícil saber qué es el amor y la oposición entre la animadversión del odio y la atracción del amor no me parecen demasiado relevantes, pero sobre todo porque lo que se opone al deseo de destrucción del otro no es el amor sino la compasión. La empatía contra la antipatía. Como ha explicado Judith Butler en Marcos de violencia y Quién merece ser llorado, la compasión es la actitud que protege y nos protege de la destrucción. Ahora bien, si lo pensamos con cierto cuidado, hay cierta distancia entre el deseo de destrucción y la destrucción del otro. En los incontables marcos de violencia que han ido construyendo nuestro tiempo, no ha sido la presencia del odio lo peor que ha ocurrido, sino más bien lo contrario: su desaparición. Cuando empieza la violencia en serio, el odio se ve sustituido por la indiferencia. Los genocidios pueden tener su origen en el odio, pero cuando comienzan están regidos por la indiferencia: la muerte del otro es una acción sin significado, como si se sacrificase a un animal en un matadero. Lo que realmente ha producido ese frío que nos recorre cuando examinamos nuestra historia ha sido esa invasión de la falta de sentimiento, de la muerte y la violencia sin odio, por pura costumbre. En la violencia de género, el maltratador deja de odiar, sólo ve un cuerpo frágil en sus manos por el que no siente otra cosa que una indiferencia instrumental. Esta desaparición del odio es lo que convierte a la violencia contemporánea en el paisaje más aterrador de toda la historia.

¿Significa eso que el odio no es malo? No, no quiero decir tal cosa, depende. El odio es una emoción que protege la identidad (personal, colectiva) bajo condiciones de conflicto. Es inútil combatir el sentimiento de odio sin considerar las raíces de los conflictos. Las políticas de gestión del odio no son efectivas si lo único que hacen es una llamada hipócrita a los sentimientos, como si los sentimientos no fuesen un modo de valorar nuestra relación con el mundo. La cuestión no es tanto el odio como el conflicto y, sobre todo, la gestión de sus expresiones. La forma de cultura que llamamos "civilización", que viene de "civites", ciudad y ciudadano, es un conjunto de barreras para permitir la convivencia: no escupir ni tirarse pedos en la mesa, o lavarse a menudo para no hacerse insoportable, pero también educar nuestra expresión hacia el otro para transformar el odio en formas de vivir juntos. Si la democracia es una forma de conflicto, lo que importa no es la desaparición del odio sino la gestión de la violencia. Porque cuando la violencia comienza el odio se transforma en indiferencia y sus expresiones afectivas en puros recursos rituales que se transforman en daño.

El modo de tratar el odio no es eliminarlo sino considerarlo como un síntoma o índice que un conflicto subyacente que hay que hacer explícito. El modo terapéutico de tratar el odio es convertir el grito en lenguaje, en una declaración explícita de daños y de reclamos. Si por algo consideramos superior la democracia a cualquier otra forma de orden social es porque elabora el conflicto en la esfera pública y hace que el odio se transforme en voz y argumento, porque evita que se enquiste en indiferencia, que es realmente la fuerza destructiva del otro. Por otro lado, el psicoanálisis y la antropología nos han enseñado cómo se construyen políticas de gestión del odio y de los deseos de destrucción mediante formas culturales de sublimación. De hecho, el yo se constituye sobre la tensión del eros y thanatos, cuando se internaliza la figura odiada, o se internaliza el miedo al odio (Melanie Klein). Y en todo caso, siempre queda el deporte.

Dejaré para otra entrada los matices de los sentimientos que consideramos positivos: las filias, la amistad, la fraternidad, la solidaridad.

domingo, 12 de julio de 2015

Teoría del adolescente



En Teoría de la jovencita, el grupo Tiqqun partía de la hipótesis de que la jovencita es un modelo que puede representar tanto a un anciano parisino como a una enfermera de Vallecas. Tomo de ellos la idea para el título y para la hipótesis de un modelo, pero nada más (en realidad la escritura de Tiqqun, tan pseudoradical, tan invadida de metáforas y juicios aforísticos como ayuna de teoría, imitación enésima de la escritura debordiana, me parece ella misma un caso de la teoría de la jovencita con la que nos juzgan)

Cuando leo filosofía analítica moral y teoría de la acción (y últimamente casi solo leo estas cosas) me invade la impresión de que los sujetos morales y agentes que dibujan esos filósofos (en masculino: no sorprendentemente, la mayoría de las filósofas se escapan de esta impresión) no tienen nada que ver con la gente que me rodea, incluidos los yoes en los que habito. Presentan un sujeto reflexivo, que sabe lo que sabe, lo que quiere y lo que hace. Un sujeto que está constituido por normas y por relaciones racionales con los otros. Libre de autoengaños y dubitaciones, que conoce y controla sus emociones. Y cuando eso no ocurre, tiene un padre-filósofo que le riñe.

He estado rebuscando en mi mundo de ideas cómo partir de una hipótesis contraria, la de que solamente en momentos raros y luminosos acertamos a comportarnos con alguna racionalidad y, hace unos días, al oír una de tantas historias de terror sobre relaciones entre padres y adolescentes, me topé con esta hipótesis: la adolescencia no es solo una etapa en la vida caracterizada porque el sistema endocrino toma el mando del cerebro y lo llena de hormonas inconsistentes, es el estado funcional humano bajo la condición de agencia.

El adolescente pelea continuamente por la autonomía, pero lo que le aterroriza de verdad es la desprotección de los otros. El adolescente está formulando continuamente juicios, pero se ahorra las premisas y no quiere saber nada de las consecuencias. El adolescente es una construcción emocional, pero ignora cuáles son las emociones que le abruman ni cuáles fueron las causas que las dispararon. El adolescente es una máquina de desear, pero raramente sabe lo que quiere. El adolescente está continuamente intercambiando mensajes con los colegas pero silencia sus estados. Habla y grita, aunque bajo su lenguaje hay una demanda silenciosa de ser comprendido. El adolescente somos todos y todas bajo la necesidad de ver, comprender y hacer.

No querría dar la impresión de una visión negativa de la adolescencia como condición. Al contrario, me parece que la adolescencia define una forma de vida especialmente humana, caracterizada por la contingencia y fragilidad, por el desbordamiento de los dilemas sociales, por la centralidad del cuerpo en la vida cotidiana, por la sensibilidad y los afectos, por la conciencia de las posibilidades y de las posibilidades de las posibilidades, por la vivencia en el indeterminismo, por la necesidad del otro, del grupo y la comunidad.

La adolescencia se caracteriza por el impulso de conquistar parcelas de posibilidad al padre: al moralista internalizado, al estado materializado en sus dispositivos de poder, al omnipresente ojo social de los medios de creación de ideología. Es también la existencia ciclotímica, tan ajena a la planificación racionalista del vivir. El adolescente es inmune al tratamiento psicológico externo: es una mente opaca que elude todo análisis omnisciente. Al adolescente se le quiere o se le evita pero no se le conoce. El adolescente es pura voluntad que no encuentra la representación adecuada. El adolescente es, en fin, la pesadilla del filósofo, que se encuentra impotente con sus vagos recursos moralistas.


domingo, 5 de julio de 2015

Engagement y acción



Ayer me estuvo dando vueltas todo el día una palabra: "engagement". Los significados cambian, lo sabemos. Los significados de aquellas palabras-icono que definen una época, un lugar, un modo de vida, cambian mucho más rápidamente. Ganan o pierden connotaciones que marcan su valor en la acción comunicativa. Fue una palabra-icono en el existencialismo, y la escuché innumerables veces en mi adolescencia en una traducción que no captaba los matices que tenía en francés e inglés: "compromiso".  Denotaba entonces la llamada que se hacía a la implicación social y política. Era entonces una palabra-norma que se usaba mucho en reuniones y asambleas para mover las conciencias. Después desapareció del lenguaje cotidiano junto con su uso y reapareció en otros contextos. En el mundo anglosajón pasó a ser una palabra comodín para muchas cosas (desde el compromiso de pareja al combate militar). Reapareció como palabra técnica en ciencia cognitiva para denotar una forma no cartesiana de entender lo mental y, desgraciadamente, se extendió un nuevo uso que tiene sus raíces en las formas contemporáneas de capitalismo.

Se me ocurrió esta mañana consultar la Wikipedia y encontré este primer párrafo en el artículo de mediana longitud que acompaña a la entrada:

"Engagement es un anglicismo de moda que puede asimilarse a compromiso o implicación, utilizado en el ámbito de las relaciones laborales y la cultura organizacional que se identifica con el esfuerzo voluntario por parte de los trabajadores de una empresa o miembros de una organización. Un trabajador engaged (comprometido o implicado) es una persona que está totalmente implicada en su trabajo y entusiasmada con él. Cuando tiene oportunidad, actúa de una forma que va más allá de los intereses de su organización"

Sentí al leer el texto un comienzo de arcada, una arribada de asco que llegaba con la impresión de que me había sido robada una palabra para ser empleada de forma ajena. Una palabra crítica que se había convertido en una palabra-poder. Conservaba su connotación de llamada, pero ahora era la llamada del jefe, la voz imperiosa que te obliga a la atención continua, 24/7.  ¿Había muerto su viejo sentido por falta de uso?, ¿era esta transvaloración un signo irremediable del tiempo?

No, claro, las connotaciones varían pero su núcleo semántico tiene algo de continuidad. La idea de implicación denota un modo de la acción humana que no está mal captada en la definición de la Wikipedia. Describe una manera de atender y ser consciente de lo que se hace, un enredo entre la conciencia y el gesto, una permanencia en los planes de vida, que entraña una forma de racionalidad superior, sea cual sea el  objeto de la implicación. 

Había recordado la palabra al intentar explicarme la nostalgia que me invade al observar todo lo contrario a lo que implicaría el uso mercantilizado, me refiero a la experiencia histórica de una generación nueva que se ha comprometido  en diversas formas de activismo social y político precisamente cuando la desesperanza y el cinismo había inundado a la mía. Ahora, cuando me acerco a los nuevos foros y advierto tanto entusiasmo y dedicación en tanta gente, me pregunto qué palabra definirá esta nueva forma de estar en el mundo. 

No puedo evitar el percatarme de la extrañeza con que me miran desde la juventud que los une. Sospecho que piensan ¿qué querrá este viejales de nosotros, que estamos arreglando un mundo que ellos desarreglaron? Me gustaría responderles a su pregunta tácita pero tendría que contar una larga historia que explica los avatares del "engagement" de la generación de la Transición española. Me digo que para hacer semántica hay que reconstruir la historia, y que nuestra historia está aún por contar, porque la historia oficial, elaborada por los poderes mediáticos y culturales ha oscurecido intencionalmente tantas experiencias que es difícil ahora recuperar el significado de un término que dio sentido a las vidas de tanta gente, y que lo perdió cuando las prácticas a las que daba orientación se corrompieron y el engagement se trasladó a otros lugares de la implicación en el mundo. Pero no son historias lo que ahora se necesitan y me callo y observo y aprendo de las nuevas formas de implicación, y me alegro haber vivido lo suficiente para verlo. Agradezco a la vida el poder haber sido testigo de la muerte y resurrección de una palabra. Pero es difícil contar esta experiencia. 

Pier Paolo Pasolini, pensaba algo parecido ante la tumba de Gramsci, cuando escribía en Le ceneri di Gramsci (Las cenizas de Gramsci)

« Mi chiederai tu, morto disadorno,
d'abbandonare questa disperata
passione di essere nel mondo? »