viernes, 16 de octubre de 2015

Topografía del desencanto



Hay una serie de estados afectivos de larga duración y de carácter negativo (con pronóstico leve o reservado) que se convierten en rasgos constituyentes de la forma de vida del sujeto en que habitan. Muchos de ellos han sido tratados en la filosofía como estados que tienen un componente identitario tanto personal como cultural. Está el resentimiento, sobre el que Cristina Peralta está realizando una perspicaz tesis doctoral (la moral aparece cuando el resentimiento se hace creativo, sostiene Nietzsche). Está la melancolía, quizá el estado depresivo más visitado por los analistas de la cultura; afecto característico de épocas enteras y lugar de instalación de filósofos románticos o neorrománticos (como Walter Benjamin, si se me permite calificarlo así). Está el tedio, definitorio desde Baudelaire a Heidegger de la condición en la modernidad urbana o urbanizada. Hay otros como la nostalgia, la tristeza y la soledad, y con ellos un largo espectro de matices donde se cocinan actitudes reactivas mezcladas todas ellas relacionadas por una actitud de desapego con el presente.

Querría examinar en una aproximación superficial uno de estos estados que me importan ahora por la dimensión política que alcanzan cuando se extienden como rasgos definitorios de un modo de mirar la realidad. El desencanto, como su nombre señala, indica una pérdida de la magia o aura de algo, de alguien. Oscar Wilde decía que el encanto del matrimonio es que produce el desencanto mutuo, como si fuese una condición de subsistencia. Max Weber, en una expresión mucho más extendida, afirmaba que la modernidad traía el desencanto del mundo. Parece, pues, que el desencanto lo asociamos al sentimiento subjetivo de pérdida de un estado anterior de luminosidad donde otro, otra, otros, la realidad, parecían investidos de esperanza y promesa. El desencanto sucede a algo así como la convicción de que no hay diferencia con los demás, con lo demás, con lo mismo de siempre. A diferencia de la decepción, que es una actitud reactiva ante el incumplimiento (activo o pasivo) de una promesa, el desencanto tiene un componente más afectivo, más ligado a una pérdida de potencial de entusiasmo con lo real. El desencanto sitúa a la persona en la realidad, la instala en una suerte de desacople y distancia y parece afectar al poder de la convicción.

Tengo que confesar que de entre los varios estados afectivos negativos que me aquejan de forma persistente (la melancolía, la tristeza, la nostalgia), el desencanto es algo que apenas he tenido, casi diría que no recuerdo haberlo sufrido. Tal vez sea porque desde la adolescencia muy temprana acepté una suerte de materialismo radical donde ni el mundo ni la gente estaban dotados de magia, y donde el entusiasmo (eso si lo suelo sentir a menudo) estaba ligado más al optimismo de la voluntad que al cálculo de la razón. A pesar de ello intento entender por qué el desencanto se convierte a veces en una suerte de atmósfera en la que respira una época. He vivido al menos dos etapas de desencanto y las dos veces me ha sorprendido por mi dificultad para entenderlo. Voy a referirme principalmente al desencanto político y social (el personal tiene componentes que dejaré para otra ocasión).

La primera era de desencanto que viví comenzó con la Transición, de hecho había comenzado en sus albores. La conocida película de Jaime Chavarri de 1976 sobre la familia Panero, El desencanto, detecta muy tempranamente un aire que no haría sino extenderse hasta, digamos, 1985, en las postrimerías del referéndum sobre la entrada en la OTAN, cuando se convirtió en una seña de identidad generacional. La segunda era es la que me parece estar instalándose, aunque no sé si como signo generacional. Comenzó, al menos así lo siento, con el cansancio y desmovilización después de dos años de asambleas y manifestaciones que asociamos con el nombre de 15M, y que fue más o menos una expresión colectiva de indignación que produjo, no sorprendentemente, inusitados vínculos de afectividad y esperanza.

Cuando el desencanto se instala como una nube, llueve encima de quienes no tienen paraguas. Ahora le ha tocado a Podemos, pero le habría tocado a cualquier iniciativa. Cae sobre aquello que se mueve a lo que se acusa de ser la razón de la pérdida de aura. Es un signo, no una causa ni un resultado. (Carlos Taibo cree que hay una relación de efecto-causa entre la desmovilización en la calle y la aparición de Podemos, pero si uno tiene cierta memoria sospecha que la relación se invierte: fue el agotamiento de la política del grito el que produjo Podemos y no a la inversa). Me gustaría tener más razones en las que apoyarme, pero tengo la intuición de que el poder político del desencanto no es mayor ni menor que el de la indignación. Cuando ocurren, producen expresiones, son causas de conductas, pero por sí mismos no son estados con significación política, es decir, por sí mismos no se convierten en fuerzas de transformación del mismo modo que el quejido de un enfermo no es por sí mismo un generador terapéutico.

He visto a mucha gente desencantada, pero pocas veces a los/las activistas y militantes. El desencanto está en sus genes: no creen en la magia, y generalmente tampoco en la esperanza. De hecho trabajan contra toda esperanza. Saben de la condición humana y, a diferencia de quienes al decir "siempre es lo mismo, no hay nada que hacer" están diciendo "no puedo o no quiero hacer nada", esta gente está diciendo "hay mucho que hacer" (unos bellos versos de Jorge Riechmann lo expresan mejor que yo). El desencanto les suele ocurrir a quienes se asoman momentáneamente al balcón para ver el estado nuboso del cielo de lo real y se animan por un momento a bajar a la calle sin paraguas. Cuando llueve y se vuelven al portal y al mirar atrás ven a gente que sigue caminando no es raro que diagnostiquen "es que son "políticos"".

Se equivocan tanto quienes creen en el poder político de la indignación como en el poder paralizante del desencanto. El PSOE fue aupado por inmensas mayorías absolutas en los tiempos de mayor desencanto (1982, 1986), y lo mismo ocurrió con el PP en la época de mayor indignación (2012). Se equivocan (a Podemos le ocurrió) quienes ponían todas sus esperanzas en los sentimientos y estados colectivos perdiendo de vista el cálculo racional que hace la gente sobre sus expectativas. En fin, tengo que pensarlo con más cuidado pero, a diferencia del resentimiento y la melancolía, que son dos estados de poderoso potencial político, la indignación y el desencanto me parece que no sobrepasan el estado de burbujas afectivas que apenas influyen sobre la dinámicas de los fluidos sociales.



1 comentario:

  1. Recuerdo muy bien el referéndum sobre la entrada en la OTAN, aunque era muy joven ya escribía en mis libretas, tengo un texto sobre ese día que muestra, con toda la inocencia propia de esas edades, el entusiasmo y el desengaño, acaba diciendo “¿cómo pude cometer la ingenuidad, no la de hacerme ilusiones, sino la de decepcionarme?”. Me gusta pensar que es una suerte que no nos haya abandonado el niño o niña que fuimos aunque no salga fácilmente todos los días.
    Cuando vengo a tu blog es porque hay muchas cosas que escribes que me gustan, me gustó mucho “El post del poshumanismo”, escribí algo pero no lo envié, también escribí antes algo sobre Orgullo y prejuicio pero tampoco lo envié. Después comencé, en relación a La literatura en la filosofía, buscando otra entrada tuya, muy anterior, que me había parecido preciosa, aunque no comparto lo que dices en ella sobre la relación entre la escritura y la vida, El precio de la distancia; pero yo te estoy hablando en segunda persona y tú no, por supuesto tú eres el anfitrión, y por eso a quien le moleste que se vaya.
    Pienso que en gremios como el mío la mala fe convierte a muchos en una especie de sabuesos del sistema y en gremios como el tuyo en una especie de divos de la cultura. Ojalá seamos muchos los que no nos dejemos convertir en eso.
    Este verano estuve unos días en Valladolid, estuve viendo la exposición Tiempos de melancolía, estaba acompañada por textos muy interesantes, en uno decía como el melancólico es consciente de los límites de su lucidez y la imposibilidad de expresar todo lo que fluye dentro de él.

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