domingo, 24 de enero de 2016

Fuera del canon




Asistía el otro día como miembro de la comisión a la defensa y lectura de una tesis doctoral, más que interesante en su heterodoxia, por cierto. Me dejó perplejo uno de los comentarios del tribunal  que criticaba el que se usaran categorías tomadas de la moda extranjera, dejando entrever que se estaba saliendo del canon. Coincidió que ese fin de semana había ido a ver al cine la sustanciosa película de Pablo Trapero El Clan, una historia en el entredós de la delincuencia y la política de la dictadura argentina. En unos breves momentos apareció en la pantalla una toma de la televisión de 1983 donde Raúl Alfonsín, acompañado de su gabinete, declaraba que se abría la investigación de los crímenes de la dictadura. En unas décimas de segundo apareció allí Eduardo Rabossi, a la sazón subsecretario de derechos humanos en el gobierno radical y encargado de la parte gubernamental de la investigación. Los ojos se me envidriaron al ver allí al amigo admirado filósofo a quien sigo preguntándole allí donde esté qué diría de este o aquel problema que me agobia. Recordé a Rabossi al escuchar el comentario displicente sobre la importación de categorías extranjeras y al volver a casa fui directamente a los estantes a repasar su libro En el comienzo Dios creó el canon. Lo necesitaba para otra cosa, pero también para comprobar cuáles habrían sido sus palabras para responder a dicho comentario.

El libro es un examen sobre el canon filosófico, sobre sociología de la filosofía y  sobre los modos canónicos y extracanónicos de escribir filosofía. Debería ser de obligada lectura para estudiantes, profesionales y cualquier persona interesada en la filosofía, pero esa es otra cuestión. Comienza Rabossi con la observación de que las más variadas universidades de todo el mundo, que toma al azar, de China, África, Indonesia, Norteamérica, Latinoamérica o Europa tienen muy parecidas materias de estudio en filosofía: historia de la Filosofía, epistemología, metafísica, lógica, ética y estética. Lo que indica que hay un canon aceptado en la profesión que varía poco a lo largo de la geografía y la topografía académica. A continuación comienza su largo argumento reconstruyendo la historia de ese canon. Porque su primera premisa es que lo que consideramos filosofía es de muy reciente creación, de hecho datable en la creación de la Universidad de Berlín en la primera década del siglo XIX y en la conspiración entre política, académica y filosófica del grupo de filósofos y escritores liberales alemanes que hoy adscribimos al idealismo alemán. La universidad humboldtiana se extendió pandemiáticamente por todo el mundo en el siglo XIX y XX y con ella el canon filosófico que muchas personas creen perenne. Hay muchos más temas en el libro, pero me interesa su final donde Rabossi niega que esté escribiendo contra el canon, alguien tan académico como él no lo haría, pero se pregunta con perplejidad cuál es la norma de escritura en filosofía.

El libro me lleva  a una cierta paradoja que me volvió a suscitar el comentario que introduce este post. Es muy habitual en nuestras querellas que aparezcan opiniones similares en defensa del canon. He asistido a múltiples discusiones donde se reclama la defensa de la forma canónica de filosofía, y de hecho en España se ha formado una red de sociedades (REF) (en cuya creación colaboré con convicción y entusiasmo) para apoyar esta defensa que tiene mucho de canónico a tenor de las sociedades que la componen. Que en España, además, coinciden con una división administrativa en áreas de conocimiento que más o menos refleja la estructura del canon. La paradoja nace cuando uno lee los escritos de los compañeros y compañeras, de sus estudiantes, o mira los currículos (una tediosa tarea que  de vez en cuando hay que hacer en las comisiones) y se pregunta si la práctica real de la escritura obedece al canon que se reclama como normativo.

Bueno, en cierto modo coinciden, o al menos parcialmente. Va por grupos y escuelas, desde luego: la filosofía analítica suele ser extremadamente canónica en temas y estilos (dentro de lo que es el canon analítico), también la fenomenología y algo los historiadores puros de la filosofía, que suelen atenerse a las fórmulas habituales de su tradición. Por otro lado, quienes comienzan la carrera (cuando había carrera, que ya se me está perdiendo en la memoria) suelen atenerse al canon de publicaciones pues calculan (con acertada prudencia) que serán examinados por su capacidad para la escritura ortodoxa. ¿No hay vida fuera del canon? Pues la paradoja nace de que la realidad es que la mayoría de la vida está fuera del canon: abundan los escritos sobre o entre filosofía y literatura, el ensayo crítico sobre las mores y hábitos intelectuales, la presencia en la prensa o los medios, el recurso constante a temas y autores y autoras que quedan a distancia sideral del canon, que nunca practicaron la filosofía canónica aunque poco a poco se hayan convertido en canónicos. Es sorprendente que gente que defiende en la prensa la rigurosidad y canonicidad de la escritura y formación filosófica sean la parte más proclive al género de ensayo cultural, a veces directamente sobre temas que en cualquier lugar del mundo caerían en lo que aquí horroriza como categoría: "estudios culturales".

No soy quien para quejarme, pues soy el primero que visita asiduamente ambos lados de la escritura, temas y problemas. Está en la tradición española, quizá también latina, quizá sureuropea, el habitar el entredós de la filosofía y sus sombras. Leemos a Ortega con tanto placer como desesperación por la falta de argumentos bien armados. Celebramos su presencia pública y lamentamos que no tuviese tiempo para ponerse a trabajar seriamente como hicieron sus compañeros de generación, como Heidegger, por ejemplo (la conocida reunión donde se confrontaron, donde Ortega leyó unas apresuradas cuartillas que llevarían más tarde a la Meditación de la técnica y Heidegger su conferencia "Construir, habitar, pensar" muestra los peligros del apresuramiento de Ortega, precisamente cuando no debía tenerlo).

No es en nuestra cultura el único ámbito donde tal cosa ocurre. Al contrario, a lo largo y ancho del mundo las humanidades se han dispersado en nuevas formas de creación intelectual que se refugian en nuevas categorías como Teoría Crítica, Estudios Culturales, Estudios de Género, de Etnia o cultura, Estudios Visuales, Arte y Cultura, ... Si atendemos al número de alumnos que atraen vemos un cambio histórico de marea que transforma el marco histórico que dió origen al canon (recuerdo en Brown que las clases de causalidad mental de Jaegwon Kim con su escasa decena de alumnos se medían con los varios centenares de las de Martha Nussbaum, ya convertida en filósofa mediática).

¿Qué hacer o pensar dada esta condición paradójica? La verdad es que las opciones son pocas y se pueden hacer explícitas con claridad: la primera es defender el canon académico y valorar asimétricamente los escritos que se sitúan dentro y fuera; la segunda es reconocer que la realidad ha desbordado a la norma y crear nuevos criterios de rigor y calidad que acojan la pluralidad de escrituras. Quedaría una tercera opción, la de abandonar la búsqueda de criterios de calidad y atender únicamente a la genealogía, escuela o tradición, lo que nos llevaría de nuevo a la universidad de los mandarines, a la injusticia permanente de la falta de referencias y a la desesperación de nuestras mejores cabezas obligadas a emigrar a otros lugares donde se reconozca su valía y no su fraternidad. Pero estoy seguro de que esta opción tiene poco recorrido. Bajo el velo de la ignorancia, todos y todas preferiríamos que nos juzguen gentes que tengan conciencia transparente de los criterios de juicio, pertenezca o no la persona juzgada a su propia tradición.

Estamos entrando en tiempos de cambio, en los que los desastres causados por el ataque al sistema público de enseñanza habrán de resolverse con alguna suerte de recurso de emergencia, y esta nueva querella metafilosófica habrá de convertirse en decisiones reales sobre políticas de elección de educadores e investigadores.

He elegido como fotografía del post el retrato de Iris Murdoch, una de mis filósofas y escritoras favoritas, que sufrió como pocas el desprecio de sus colegas académicos por tener su cabeza en dos mundos distintos: el de la teoría moral y el de la novela escéptica. Mi propia trayectoria participa también de esta paradoja. A pesar de que una parte sustancial de mi tiempo y trabajo está dedicada al trabajo canónico en epistemología y teoría de la racionalidad, en un contexto analítico, a pesar de que mi situación administrativa estaba en el Área de Lógica y Filosofía de la Ciencia, si uno mira los rankings de Scopus observará que he desaparecido de tal área para ocupar una aceptable posición en la de Filosofía (miden la visibilidad, ciertamente, no la calidad, pero me sirven como parte del argumento). Como si los algoritmos google fuesen mucho más conscientes de la realidad que los hábitos de la academia. Cuando uno habita en los dos mundos descubre que el trabajo creador es tan difícil dentro como fuera del canon. Que pensar sobre la cultura no es más fácil que hacerlo sobre el conocimiento, y que la tentación de lo fácil ocurre en los dos lados de la frontera. Por ello me inclinaría a la segunda opción, tanto por razones personales como impersonales, pero escucharía con mucha atención lo que dicen los defensores no hipócritas del canon (es decir, los que lo practican de hecho sin refugiarse en una práctica esquizoide de confundir fama con  prestigio en el espacio común nacional e internacional).

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