viernes, 27 de enero de 2017

Alzados de la ruina





Relatos, dramas, fragmentos de pensamiento. Los buenos tienen en común levantar mapas de la experiencia humana: guías para el camino que  recuerdan lo que ha encontrado el viajero. Un mapa es originariamente una representación en el espacio de trozos de tiempo. Los pilotos de los estados navegantes tenían la obligación de llevar cuenta de un Aviso de navegantes (cuánto se ha pervertido el término) en el que bosquejaban los paisajes que encontraban al aproximarse a litorales desconocidos y recogían las leyendas e informaciones de aquellos territorios. A su vuelta, el cartógrafo elaboraba cartas y portulanos donde el tiempo y el espacio, la historia y la geografía se entreveraban en una representación que acumulaba en un papel ilimitadas experiencias y las transformaba en guía.

Juan Mayorga ha recogido esta tradición para escribir en El Cartógrafo, uno de los dramas filosóficos más profundos que haya conocido desde Esperando a Godot. En una sobrecogedora interpretación, Blanca Portillo y José Luis García-Pérez rehacen en un escenario vacío la historia y las historias de un cartógrafo y su discípula cartógrafa del gueto de Varsovia que recorren la historia de Europa, levantando alzados de la ruina, mapas de la desolación, topografías de un paisaje maldito. Los varios relatos que configuran este plano del desastre son al tiempo una meditación sobre el testimonio, sobre la re-presentación de la historia, sobre la escritura, sobre el teatro y sobre la memoria humana.

Porque la memoria humana ha evolucionado para levantar mapas. Nuestro cerebro es primariamente visual, secundariamente narrativo (una vez que fue rediseñado por el lenguaje) y sólo tardíamente conceptual. Evolucionamos para ordenar la experiencia, para orientarnos en sabanas y montañas, territorios vírgenes de los que había que dar cuenta al grupo y a las siguientes generaciones. Los primeros relatos de la historia son mapas del territorio, historias de la pérdida del paraíso y del viaje de huida. Más tarde, cuando el lenguaje se hizo escritura y los relatos conceptos, los mapas se volvieron más abstractos, productos de la filosofía y las matemáticas, pero nunca perdieron la conexión con la experiencia, incluso cuando fueron cartas de la experiencia desencarnada de la modernidad.

Atender al mundo y representar. Eliminar todo lo que no es relevante e imprescindible, quedarse con la desnuda experiencia para bosquejar un mapa, nos dicen el viejo cartógrafo y la niña cartógrafa que desfallecen en la Varsovia que han convertido en un mapa de Europa. No se debe representar todo, nos dicen. La memoria está hecha de olvido: dramaturgia, novela, pensamiento. Son ejercicios de olvido antes de ser testimonio. Saber qué es lo esencial. Tomar partido por una representación. Saber que ningún cartógrafo es neutral. Que cuando colorea un país con un solo tono está movilizando el poder para unificar en un solo estado las multitudes diversas. Que cada trazo es un compromiso con el mundo.

La angustia de Blanca, la niña cartógrafa que crecerá y envejecerá en la ruina de Europa, al pelear con sus cartogramas, es la ansiedad de quien sabe que las palabras no se escriben impunemente, es el peso de la responsabilidad de quien tiene la habilidad y el poder de re-presentar. El Cartógrafo es también el drama de la escritura y el pensamiento. De quien sabe (o ignora, o quiere ignorar) que en cada párrafo hay una huella reconstruida de la historia humana que puede ser distorsionada y puede servir de velo más que de representación. Wittgenstein escribió el Tractatus atormentado por la misma responsabilidad. Sabía que pensar, cuando se dice algo, cuando la voz no es un mero grito de pura expresión, es levantar un mapa de un trozo del mundo. Cuando asistía a la representación de la obra pensaba en el descubrimiento de Wittgenstein del carácter de mapa que tienen los conceptos y del peso que cae sobre quienes tienen la habilidad de su manejo.

Cartógrafos del rey y cartógrafos de la plebe, del verdugo del gueto y de la víctima que traza sus últimos recuerdos en un plano para que no se pierdan con su vida. Saber que los mapas son instrumentos que matan o que salvan. De la novela y el drama a la filosofía y las matemáticas hay un hilo conductor por el que circula la responsabilidad de quien sabe y puede re-presentar. Saber que un mal mapa, que un mal concepto pone en peligro a los navegantes y quizá hunda para siempre en el olvido a los náufragos de la historia.


El Cartógrafo se representa ahora en Madrid, en las Naves del Español de El Matadero hasta el 26 de febrero.


domingo, 22 de enero de 2017

Sombras en la zona gris




En los años venideros habremos de pensar con mucho cuidado la psicología política de los votantes que ascendieron a los Trump y Macri a la presidencia y plausiblemente lo harán con gente similar a lo ancho del planeta en poco tiempo. La psicología política, la sociología y los estudios culturales deberemos realizar un trabajo interpretativo y explicativo tan urgente como el de la ciencia que estudia el cambio climático.

No es difícil adivinar que lo que ha impulsado a estos personajes han sido las alas de ciertos imaginarios que se han extendido al tiempo que lo ha hecho el capitalismo globalizado. Es menos sencillo entender cómo se han formado y cómo operan estos imaginarios. La teoría crítica que comenzaron Theodor Adorno y otros en el Instituto de Investigación Social de Franfurt en los años treinta del siglo pasado fue el comienzo de una larga serie de intentos por responder a las preguntas que nos suscitan procesos como estos. Adorno sostenía que el capitalismo industrial cambió a un capitalismo de cultura de masas que se reproducía por el deseo de las masas más que por la represión política. Pero en su elitismo y desprecio por las "masas" nunca se preguntó por los mecanismos del deseo con los que se había construido este capitalismo. Seguramente para él las masas poco ilustradas eran un material fácilmente maleable cuyo control no exige las sofisticadas habilidades que exige una suite de Paul Hindemith.

Se equivoca Adorno cuando piensa así y cuando cree que la única forma de resistencia es retirarse a escuchar a Hindemith. Los materiales con los que se construye la cultura popular del cine de los blockbusters, de las series de televisión, de los best-sellers y de los libros de autoayuda son los materiales con los que se elabora a la vez la dominación y la resistencia. Esa equivocación ha sido una de las más desastrosas de los últimos cien años. Nos ha impedido comprender la génesis de los imaginarios y el modo por el que se producen las hegemonías culturales. Es curioso, pero cuando Pablo Iglesias Turrión le entrega al rey Felipe VI un paquete de cedés con la serie Juego de Tronos, algunas personas vieron en el hecho un gesto de rebeldía política. Para mí no lo fue, todo lo contrario. Recordé el gesto de Justino de Nasau en La Rendición de Breda de Velázquez. Me pareció, efectivamente, un gesto claro de rendición: "Su Majestad, le entrego aquí esta serie que me fascina y en la que encuentro claves de la nueva política, pero no entiendo por qué me fascina ni por qué series parecidas fascinan a tanta gente. Intentaré hacer política acomodándome a los modos de estas series sin saber por qué son tan efectivas". O algo así fue lo que debió pasar por su cabeza. Hay que cambiar el signo de la hegemonía, se decía, aunque no conozcamos los mecanismos que la han producido. Hay que hacer política con las armas del adversario sin conocer la técnica que las hizo posible.

Jorge Alemán sabe que hay que bucear en los mares del deseo para comenzar a repensar esta historia desde el comienzo. Pero el lenguaje lacaniano de este autor es un instrumento de difícil manejo para el estudio fino del mundo cultural contemporáneo y posiblemente sea un aparato que se dé a sí mismo respuestas demasiado rápidas y fáciles que surgen de su aparato teórico omni-explicativo. Necesitamos más trabajo empírico, en el estudio cuidadoso de los productos de cultura de masas, y también nuevas teorizaciones sobre el relato del best-seller y la autoayuda. Son más interesantes los libros de Eva Illouz, la autora que me parece más profunda y brillante en el estudio de los fenómenos culturales contemporáneos.

En Erotismo de autoayuda, Eva Illouz ha desplegado un análisis luminoso del best-seller Cincuenta sombras de Grey. Lo ha hecho con una mirada cercana a las mujeres que se acercan a esta novela y se identifican con el personaje femenino: una mujer autónoma, culturalmente sofisticada, que acepta someterse a las manipulaciones sadoeróticas de Grey y, a través de ellas enamorarlo y liberarlo de los traumas que produjeron su donjuanismo. Illouz nos dice que sería una tontería juzgarlo como un libro contrafeminista que predicase la sumisión femenina. Negarse a entender por qué funciona es negarse también a entender por qué tantas mujeres que no son idiotas lo compran y leen.

Zona gris: porque eso es lo enjundioso (Fifty Sadhes of Grey, en inglés significa también "cincuenta matices de gris). Juan Mayorga sostiene en Elipses, un libro de ensayos en los que explica su concepción de su teatro, que la buena dramaturgia nace en la zona gris, esa zona donde se difuminan los juicios morales y nos cuestiona directamente a nosotros, espectadores. Cuenta el caso difundido por los periódicos en que un salvaje propina una paliza a alguien en el metro y es grabado por la cámara. Ahí hay tragedia pero poco material literario. Es el espectador, cuya sombra aparece en la cámara, huyendo de la escena, donde comienza la historia posible. ¿Quién es ese espectador? ¿Por qué se quedó quieto y no ayudó a la víctima?... (luego se supo que era un emigrante sin papeles, que tendría que haber dado explicaciones a la policía de haber reaccionado de otra forma). Zona gris.

La hegemonía se construye en la zona gris. Los mecanismos por los que elabora el imaginario que produce efectos políticos trabajan en la zona gris, como la obra de la británica E.L.James, una obra que, por cierto, pertenece al mismo ciclo político en el que vivimos y el que ha ascendido a Trump con el voto de mujeres (no las que ayer estaban en la manifestación de Washington (¿o sí algunas?) y de trabajadores de Detroit y sitios similares. Los imaginarios que actúan en estas decisiones, y estas decisiones mismas, son productos de articulaciones profundas de la zona gris.

Disfrutar leyendo un bestseller y votar en una votación presidencial son, ambas cosas, procesos y acciones en las que una persona trata de resolver sus incertidumbres y ansiedades identificándose con los personajes que aparecen en el texto o en las pantallas de los telediarios. Sería una locura teórica y práctica despreciar al sujeto de lectura o político por esa identificación, como si fuese ciego a las sombras de la zona gris de esos personajes. ¿Acaso las mujeres americanas que votaron a Trump no notaron la repulsión de esos pelos pintados, esa boca despreciativa y esas tripas salientes que sus bien cortados trajes no pueden ocultar? ¿Acaso no sabían de su machismo y maltrato? ¿Acaso no sabían al leer Cincuenta sombras que el musculoso Grey era un jilipollas? ... Ir por ese camino es caminar a situarse en la zona exquisita de los puros donde se asienta la izquierda maravillosa que nunca comete errores (y nunca será votada por esas mujeres).

No voy a responder (ojalá pudiese) a estas preguntas centrales para la psicología política contemporánea. Pero es en ellas en las que hay que bucear para encontrar las respuestas a las nuevas formas políticas. Ello permitiría explicar, de paso, también las cegueras de la izquierda a sus propias contradicciones, y sus incapacidades para superar el autoritarismo.

Quienes, siguiendo otro camino, crean que la democracia radical, la radicalización de la democracia, es el único modo de salvarnos de la amenaza definitiva, de cuidarnos unos a otros de los peligros que nos amenazan, no pueden sentirse fuera de la zona gris. No son/somos mejores ni peores que quienes votan a Trump y leen a E.L.James. Si acaso, y no es poco, su mejor disposición está en investigar con más cuidado lo que nos pasa, en investigarse a sí mismos cuando leen, votan o viven con una pareja que también habita en la zona gris.

La lucidez y la democracia sobreviven o caen juntas. Investigar la zona gris desde la zona gris. La incertidumbre desde la incertidumbre. El miedo desde el miedo. La necesidad de ser cuidados desde la necesidad de ser cuidados. La búsqueda de sentido desde la búsqueda de sentido.

domingo, 15 de enero de 2017

Parábolas de ciegos



La ignorancia es ignorada. Es un estado elusivo al que no se le da importancia pues se considera una fase temporal, algo de lo que hay que salir mediante el conocimiento. Es un concepto que se resiste a ser estudiado por su carácter negativo, lo que me parece tan erróneo como peligroso. Lo negativo -de esto trato de escribir hoy- es una fuerza positiva en la historia. Tenemos teorías del conocimiento, (epistemologías, en la jerga filosófica, un palabro que el ordenador me sigue subrayando en rojo a pesar de que es uno de los que más escribo) pero muy pocas, casi ninguna, epistemologías de la ignorancia.

Antes de seguir, permítaseme un breve escolio. Se habla de "ciencias positivas" porque hablan de los hechos, los explican y predicen. Raramente encontramos ciencias y filosofías de lo negativo, de la falta de hechos. Ciencias de la ausencia. Tenemos, por ejemplo, la economía y la filosofía del dinero, teorías sobre la riqueza, pero es difícil encontrar, si no es en los márgenes, teorías y filosofías de la pobreza. Ciencias cognitivas, pero no ciencias de la agnosia. Filosofías del poder, pero no de la impotencia. No por casualidad. Uno de los sesgos que tenemos los humanos es el de no valorar lo negativo. Tenemos aversión constitutiva a lo negativo.

En el marco de las epistemologías de la ignorancia, últimamente me interesa mucho el concepto de ignorancia estructural, de la ignorancia sobre la que se apoyan fábricas complejas: desde la subjetividad a las instituciones. Vayamos a un ejemplo: un hospital clínico contemporáneo. Los hospitales son instituciones de conocimiento (teórico y práctico). Foucault teorizó mucho sobre el nacimiento de estas instituciones (El nacimiento de la clínica) y sobre cómo en ellas se articulan el poder y los saberes. Teorizó menos, y es una pena, sobre las relaciones estructurales entre poder e ignorancia. Consideraba que el poder moderno se construye sobre el "querer saber" sobre los cuerpos y las almas, que las políticas del saber definen las políticas del poder. Se le escapaba, sin embargo, la importancia del "no querer saber" como muro de carga del poder.

Veamos los hospitales: son instituciones jerarquizadas por la autoridad epistémica, por las separaciones entre expertos y legos. Se ordenan por servicios y plantas que reflejan las ramificaciones de la pericia y conocimiento: los diagnósticos, las predicciones, las inquisiciones e intervenciones sobre los cuerpos. El conocimiento y las órdenes fluyen de "arriba a abajo", desde los doctores y las enfermeras (así, con estos marcadores de género, que, por suerte, ya empiezan a variar) hacia los pacientes, familiares y ocasionales visitantes. Desde la gerencia y administración a los expertos médicos.

Fluye el conocimiento como fluye el poder. Se distribuye con cuidado. El conocimiento puede hacer daño. El doctor comunicará al paciente algunas cosas sobre su estado, pero no otras. A veces, ni siquiera cuando es preguntado por aquél o sus familiares. Les comunicará lo que estrictamente ordena y permiten los protocolos a los que, a su vez, obedece. Sonreirá cuando el paciente afirme conocer algo sobre su dolencia. Inquirirá lo necesario. Lo que su especialidad exige, y sólo colateralmente preguntará por otras dolencias, alergias, tratamientos o historias clínicas pasadas. Raramente preguntará por cómo vive su trabajo o su falta de trabajo, por las relaciones con el jefe, la pareja, los padres, hijos o hermanos. Ocasionalmente. Sabrá quizás que hay depresiones estructurales, que no pueden ser curadas con pastillas porque están producidas por la falta de poder y de esperanza. Mejor, lo sabrá en teoría, pero no querrá saber la historia particular de esa paciente porque tendría que hacerse muchas preguntas por sí mismo que no quiere ponerse a pensar ni responder.

Es muy interesante descubrir que una mayoría (dentro de la minoría) de quienes trabajan en epistemologías de la ignorancia lo hagan en el marco de la filosofía de la enfermería, una especialidad, por cierto, poco cultivada en mi país. Porque las enfermeras (vuelvo a usar el femenino) son las que han trabajado más sobre la epistemología de la ignorancia. Así, en el espacio hospitalario, las enfermeras ocupan un lugar intermedio por el que fluye el conocimiento de arriba/abajo y raramente a la inversa.



En uno de los libros que acabo de leer sobre el tema, On the Politics of Ignorance in Nursing and Healthcare, se relatan varios casos en los que la ignorancia sobre las advertencias reiteradas de las enfermeras condujo a la muerte de pacientes (de niños, en uno de ellos). Las voces de las enfermeras solamente las escuchan los pacientes. Los doctores suelen tenerlas al lado en silencio. Lo que ellas conocen se queda para ellas, no forma parte del flujo de conocimientos que constituye la institución. Se puede seguir investigando sobre las ignorancias estructurales en los sistemas de salud, pero quien me lea tal vez se haga ya  una idea de la dirección de mis palabras.

La ignorancia estructural articula las instituciones tanto como el conocimiento. El no querer saber es un elemento de la preservación de la estructura de autoridad de la institución. Es falso que el poder quiera saberlo todo de los subordinados. Al contrario. Lo que define las formas del poder son las articulaciones de su ignorancia. Hubo un tiempo, por ejemplo, en los que el jefe o encargado de la empresa se preocupaba, o aparentaba hacerlo, por la salud y estado de sus trabajadores. Fueron tiempos de un capitalismo ya ido, cuando había empresarios y no gerentes. Al jefe-gerente le importa sobre todo no saber. No puedo imaginarme a los especialistas en destruir empresas, a los encargados de recursos humanos o de selección de plantillas queriendo saberlo todo. No: lo suyo es no querer saber.

Cuando trabajaba sobre estas cosas, apareció en los periódicos la historia del catedrático de la Universidad de Sevilla acosador de varias profesoras. Lo espeluznante del caso no era tanto la figura del catedrático, pequeño sátrapa rijoso que no es inusual encontrarse por los pasillos, sino la ignorancia activa de los compañeros de las profesoras y becarias acosadas. Durante años no quisieron saber. Es muy importante saber lo que una institución ignora para poder reproducirse como institución. Porque ciertos saberes harían que mutase y se transformase en otro tipo de institución que no quiere ser. Lo mismo nos pasa a las personas.

Ahora que trabajo con otros compañeros y compañeras en analizar las universidades, cada vez me interesan más las ignorancias estructurales que las constituyen. Cómo distribuyen los saberes, sí, pero también como son membranas osmóticas que no dejan pasar otros. La universidad neoliberal, por ejemplo, a la que vamos abocados si no la resistimos, está definida por sus ósmosis estructurales, por lo que no quieren saber: lo que han tenido que hacer los alumnos para llegar a ella, o lo que hacen por la tarde para poder continuar; lo que han tenido que hacer sus becarios y profesorado precario para llegar a ella o para poder continuar. Le importan los logros, los hitos, las conquistas de puestos, pero no los fracasos. Por eso no aprenden.

Cierto: hay funciones positivas de la ignorancia. No sería posible la especialidad sin la ignorancia. Uno (el que aquí escribe) no es científico y es un filósofo mediocre por no haber aprendido nunca a ignorar cosas que le iban sugiriendo sus lecturas. Si las hubiera ignorado, ahora tendría otro puesto en los rankings. Lo mismo ocurre con los poderes. Ocupar puestos es aprender a cerrar los ojos, a ignorar lo que no es relevante para la función encomendada. Lo dejaremos para otra entrada.

Para quienes deseen introducirse en las epistemologías de la ignorancia, otra recomendación:





domingo, 8 de enero de 2017

Políticas de (la) emergencia



Emergencia es una palabra inquietante en su polisemia. La Real Academia le asigna estas tres primeras entradas: 1) acción y efecto de emerger; 2) suceso, accidente que sobreviene; 3) situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata. Ningún otro término define mejor el núcleo de la filosofía política. La emergencia, nos dice Bonnie Honing, en Políticas de la emergencia, es la palabra que mejor representa el rostro del poder. De Carl Schmitt (un pensador ya centenario que se ha convertido en lugar de referencia de la filosofía de las últimas décadas) hemos aprendido que soberano es aquél que puede suspender la ley, el que puede declarar el estado de excepción donde todo es nuevo. La emergencia, entonces, define el espacio de acción del soberano. Cuando ya es soberano, usa la emergencia como legitimación para dejar en suspenso la ley que anteriormente le sostenía y estaba obligado a respetar. Cuando la soberanía entra en crisis irreversible, la emergencia es lo que describe lo que ocurre cuando surge un nuevo poder y una nueva ley.

En estados de emergencia, se suspenden derechos o se crean derechos. La palabra sirve para referirse a los dos procesos. No es pues extraño que tengamos la sensación de vivir en un estado de emergencia. Por un lado, desde que el capitalismo ha mutado en un imperio global, nos despertamos cada mañana enterándonos de que en algún momento, en algún lugar, se ha suspendido algún derecho. Puede que se acuda al terrorismo, a la alarma social del alboroto en las calles o a la necesidad económica de recortar gastos: derechos fundamentales o derechos derivados de nuevas conquistas son suspendidos y entramos en estado de emergencia.

Josep Fontana, en su libro sobre la historia del mundo desde 1945, relata cómo ya había comenzado el estado de emergencia al (no) declararse la llamada Guerra Fría. Del lado occidental, se inventó la "amenaza soviética" y una hipotética invasión rusa por las planicies de Europa; del lado ruso, el siempre aterrorizado Stalin, acudió a otra hipotética invasión para justificar su abandono del comunismo como idea planetaria y convertirlo en un término vacío que aplicaba a su estado y a los estados títere de los que se rodeó contra la supuesta agresión. La historia posterior ya la conocemos. A la caída del Muro de Berlín sucedió una cadena de nuevos estados de emergencia: el terrorismo y otros males inminentes justificaron la suspensión progresiva de lo que había sido la construcción legitimadora contra la amenaza comunista: el estado del bienestar.


Pero también emergencia ha sido el término que describe todo lo mejor que le ha ocurrido al mundo. Los procesos de descolonización y los derechos de los pueblos, la conciencia de los derechos de las nuevas generaciones y de la preservación de recursos, los derechos de la mujer y de quienes no quieren vivir su vida afectiva bajo las normas estereotípicas, los derechos de los animales, los derechos a una vida sin comidas rápidas, sin agobiantes modas de consumo anuales, sin enseñanzas regladas por el mercado, los derechos de tener una vivienda y un trabajo dignos, los derechos a una vida sin estado de emergencia. Todos estos derechos que hemos descubierto no por una instantánea revolución que hubiese ocurrido en ciertos días milagroso, sino por el largo camino revolucionario de décadas de tantos movimientos tan diversos, explican la emergencia del sueño de que otro mundo es posible.

Generaciones enteras, desde las revoluciones francesa y rusa, han soñado o temido la revolución como un milagro (o catástrofe, según) que cambiaría el mundo en unos pocos días o meses. Nada más peligroso que este sueño que no es sino una (mala) política de emergencia. Vidas enteras se han sacrificado y han sacrificado sus sueños por un día que nunca llegó. Sin saber que la revolución eran ellas, ellos, que la estaban haciendo posible con su nueva forma de resistir y vivir, que era su valentía la que estaba cambiando las cosas, y que sus ensamblamientos, sus asambleas eran ya la emergencia de nuevos derechos y nuevas alianzas.

Explica Bonnie Honig (otra de mis santas, con Judith Butler, Rossi Braidotti, Gloria Anzaldúa, Simone Weil, Hanna Arendt y tantas otras) que la política basada en la necesidad ha pensado siempre en la revolución como un acto de comienzo sin pensar nunca en el día siguiente. Pero lo que realmente importa no es el comienzo, los hechos que asombran al mundo, sino lo que pasa después: cómo se vive en, cómo se sobrevive a, la revolución. Si pensamos en tiempos históricos, largos, profundos, no es la necesidad sino la contingencia la que reina sobre la tierra.

Primero, nos dice, porque no hay nada permanente ni necesario. Las viejas políticas creen que las conquistas son duraderas porque estén en la ley: la democracia, los derechos establecidos. No hay nada más penoso que la mentalidad sindical aludiendo como argumento a los derechos consolidados. No hay derechos consolidados. En el estado de emergencia en que vivimos continuamente los derechos no se consolidan sino que sobreviven por la lucha continua por ellos. "Si tuviera un martillo..." cantaba Peter Seeger en los tiempos negros del macarthysmo. Esta es la política real de sobrevivencia de los derechos: llamar a rebato porque la democracia está continuamente en peligro, porque necesitamos defenderla cada mañana de las políticas de emergencia.

Segundo, más importante, las viejas políticas creyentes en la necesidad de la historia creen que las conquistas de derechos son conquistas acumulativas, que van definiendo una sociedad homogénea que progresa. Nada más falso. Cada derecho emergente transforma los otros y redefine los grupos y estructuras sociales, hace que se conmuevan los derechos adquiridos y emergen entonces nuevas relaciones, nuevas alianzas improbables. El feminismo nos ha cambiado a todos, pero ha creado tensiones básicas en los viejos movimientos y partidos, en todos los niveles de la sociedad. Lo mismo podríamos ir relatando de los otros derechos emergentes. La vieja política sueña en confluencias, cuando los nuevos movimientos por nuevos derechos vienen a traer la controversia y la polémica, no la paz. Son interpelaciones para la transformación de todos. Bonnie Honnig pone un ejemplo luminoso: el movimiento lento. Suena como un chiste, dice, pero todos los movimientos por nuevos derechos al principio se reciben con una carcajada. Así fue el sufragismo, los derechos de los negros, de los gays, de los pueblos oprimidos. El movimiento por la comida lenta, afirma, también es así. Parece una tontería de niñas ricas. Pero es una llamada a la reestructuración mundial de la producción agrícola, de la distribución y del consumo mecánicos. Es, probablemente, uno de los movimientos anticapitalistas más profundos y largos de mirada de la actualidad. Que crea alianzas improbables: las niñas pijas y los campesinos de Honduras o de la Sierra salmantina.

Políticas de la emergencia (de lo nuevo) frente a políticas de la emergencia (de lo viejo). Este es el antagonismo central de nuestro mundo. El teólogo judío Franz Rosenzweig sostenía que cada vez que una persona piensa está cambiando el mundo. Que los milagros, decía, no son la suspensión de las leyes por parte de Yahvé. No es la magia lo que produce los milagros, sino la voluntad en la historia, la capacidad humana para profetizar los cambios y producirlos. Pensar la vida como un milagro continuo que se asienta en nuestras capacidades de resistencia a las emergencias y nuestra voluntad de sobre-vivir.



lunes, 2 de enero de 2017

El misterio de la negación



"No" significa no. Punto. Cuán extraña es la capacidad para decir "no". Es la más ubicua de las partículas gramaticales y la más extensa de nuestras capacidades discursivas: la negación. Es un acto del lenguaje y es una disposición de nuestra existencia. Es, quiero decir, lo que nos hace humanos, animales que hablan y niegan.

Muchos animales tienen lenguaje en un sentido deíctico e indicativo. Disponen de una variedad de signos que se correlacionan con las cosas. Las abejas, los macacos Rhesus, los bonobos. Pero no hay signos de negación, por más que sus conductas, a veces, sean conductas negativas: se impiden a sí mismos hacer aquello a lo que les llevarían sus pulsiones básicas. Los mamíferos saben medir riesgos, sopesar sus capacidades, restringirse a sí mismos esperando mejor ocasión. Pero no alcanzan a tener el poder de la negación. Son los lenguajes humanos los primeros que lo permitieron y no sabremos si acaso fue la aparición de la negación una de las etapas primeras en la formación del lenguaje. Sospecho que sí, que en los primigenios lenguajes pre-sapiens, formados por gestos y gritos semiarticulados, la emergencia de la negación fue un poderoso mecanismo para la construcción de los conceptos, esa modalidad discursiva que va más allá del puro nombre y que constituye la base estructural de los lenguajes proposicionales.

La negación es una operación discursiva que contiene aspectos sintácticos, semánticos y pragmáticos. No es éste el lugar para escribir sobre los apasionantes debates de los lingüistas y lógicos sobre las características de la negación (la historia del estudio de la negación nos remonta a la lógica silogística y continúa en los más técnicos debates sobre cuál sea la fuerza de la negación en los sistemas formales (por ejemplo, los que no admiten que una doble negación sea equivalente a una afirmación). Se han escrito innumerables libros sobre todos los matices lingüísticos y lógicos de la negación y por mis océanos de ignorancia navegan casi todos ellos. Pero lo que me importa ahora es referirme a alguno de los aspectos pragmáticos de su uso y de las relaciones que éste desvela con las posiciones de poder de los sujetos en el contexto discursivo.

El relato del Génesis, leído como mito de los orígenes, es un capítulo necesario de la historia natural de la negación. La creación se hace humana cuando el Padre establece su ley que se resume en una prohibición: "no comerás del árbol del conocimiento del bien y del mal".  Este mito estaba muy presente en las reflexiones freudianas sobre la ley del Padre, que coinciden, a su vez, con las primeras observaciones de los antropólogos clásicos sobre los orígenes de la sociedad en la prohibición. El control de la cohabitación sexual mediante los tabúes es la base de familias y clanes, el paso de la horda a la sociedad. El poder de decir no es, en este mito, el núcleo originario del poder. La potencia del no es el signo de la potencia. La reciente filosofía política más crítica ha reflexionado mucho sobre ello: poder es la capacidad de establecer un estado de excepción. El poder constituyente es el poder que suspende la ley y, por ello, puede rehacerla y reescribirla. La negación está en la base de la forma de temporalidad que los griegos llamaban kairos y la filosofía contemporánea acontecimiento: un desorden cualitativo en el orden secuencial del tiempo común o cronos.

No es por casualidad tampoco que el feminismo contemporáneo haya levantado la bandera del no: "no es no". Es la negación a la violencia patriarcal, a la negación de la mujer como sujeto y su conversión en objeto. El "no es no" es una de las formas políticas más claras de negación de la negación. Mientras pensaba en esta entrada y trabajaba sobre otras cosas, me encontré con el caso de Thomas Pogge, uno de los filósofos más conocidos del mundo en filosofía moral y política. Discípulo de Rawls y pensador sobre la pobreza en el mundo, fue acusado por su doctoranda, la hondureña Fernanda López Aguilar, de acoso sexual. En el vínculo que introduzco puede documentarse la historia. Cuando leía este relato, había acabado de debatir en el Máster de Creación Teatral Oleanna, de David Mamet, una obra de teatro y película sobre un caso de acoso similar, en la que había encontrado numerosos vínculos entre discurso y poder, y sentí helárseme el alma al comprobar (de nuevo) cuán ubicuo es el patriarcalismo allí donde parecía que ya se había difuminado*. Transformar las relaciones de poder es poder decir no a quien niega el estatus de sujeto. Es el acto discursivo más humano, el que significa realmente la conquista de la libertad. La filósofa política Bonnie Honig, en su libro Antígona interrumpida, que ya he comentado en este blog más de una vez, establece en esta capacidad de interrumpir el discurso, de negar la negación, el origen de la actitud política en la sociedad.

La negación está también en la base de la actitud moral. Es, de hecho, la base del juicio moral: "esto no tendría que haber ocurrido", "nunca más", "hay otro mundo posible"... Es el juicio desacoplado de lo real que apunta a lo posible: a lo que podría haber ocurrido y no ha ocurrido y a lo que podría ser si quisiéramos que fuese. Es también, por ello, la forma humana de la libertad en la necesidad del mundo natural. Hacer posible aquello que deseamos para todos e imposible lo que rechazamos para todos. En la filosofía cuasi-mesiánica de la historia de Walter Benjamin, la negación del presente es la condición necesaria, dice, para no poner en peligro a los propios muertos. Porque dejar el presente intacto es condenar al olvido a tantas víctimas de la historia. Convertirlas en víctimas para siempre.

La negación, más allá, tiene un profundo sentido ontológico: es el descubrimiento de la muerte, de la nada. Confieso mi afición a leer sobre la historia de la teología de la Trinidad. Es, sin ninguna duda, el espacio intelectual donde se creó la teoría moderna del sujeto, el hilo que conecta  a Agustín de Hipona con Descartes y Rousseau. Un dios que se niega a sí mismo y pierde su condición de dios, se hace mortal, carne y nada, para verse a sí mismo bajo la condición de espíritu. No soy creyente y este relato no tiene para mí ninguna resonancia afectiva, si no es en los términos de un mito que me conmueve: el relato del primer humano que supo que iba a morir y aceptó su condición de ser mortal. Heidegger conocía bien esta tradición y no tengo la menor duda de que estaba presente en su redacción de Ser y tiempo. Que él, como Unamuno, encontrasen aquí el basamento de la angustia como fábrica fundamental de la condición humana, no me dice tampoco nada afectivamente. Sospecho que sus problemas con la religión tenían que ver con esta angustia. Los creyentes lo son en la resurrección, lo que de nuevo me deja inerte, aunque como relato mítico me sigue conmoviendo: el primer humano que supo iba a morir lo aceptó tranquilamente y se reconcilió con el mundo. Ahora se sabía de nuevo animal solidario con la vida. Es así como interpreto aquella negación de la negación, hacer nada de la nada, como afirmación de la vida: "Muerte, ¿dónde está tu victoria?" (Corintios, 15:55-57).




* Las acusaciones de acoso son debatibles y sería necesario conocer todos los datos, pero es usual que se cometa una primera injusticia epistémica con la víctima, como ocurrió con Fernanda López Aguilar, a la que se acusa de exagerada y trepa, de actuar por resentimiento o por interés profesional o económico. Pero en este caso hay una carta firmada por un millar de filósofas y filósofos norteamericanos, a varios de los cuales conozco personalmente --de alguno soy amigo--, y de cuya prudencia y buen juicio me fío absolutamente, en la que dan completa credibilidad a la acusación y rechazan la conducta de Pogge.