domingo, 26 de febrero de 2017

Del lado de Job



Job es para los creyentes un texto sobre la paciencia y las pruebas a las que somete Dios a sus fieles. Para los no creyentes, es un relato de insubordinación, resentimiento e interpelación de alguien caído a las fuerzas que lo arrojaron al lodazal de la historia. En la historia de la cultura, Job es un personaje que está asociado al mito heleno de Prometeo. Los dos, Job, Prometeo, son personajes que se alzan contra los dioses. Los dos se ponen en el lugar de la humanidad. Los dos cuestionan la cosmogénesis y el orden que los dioses han dado al universo. Los dos son, en fin, historias de derrota.

Componentes de dos de los cabos que trenzan la cuerda de la cultura occidental, el griego y el semítico y meso-oriental, no obstante, Prometeo ha tenido siempre más audiencia entre los filósofos. Al menos en mi caso, en mis exploraciones de filosofía de la técnica, la atención a Prometeo como figura de la modernidad ilustrada ha sido mucho mayor que a Job. Pese a no haber escrito sobre él, sin embargo nunca he dejado de releer el libro y ahora querría comenzar a saldar una deuda con él. Prometeo, como se ha repetido cansinamente, relata el origen de la técnica. Es un relato del génesis heleno que habla del error de Epimeteo, el hermano, ambos dioses menores, quien dejó a la humanidad en la más absoluta vulnerabilidad al repartir las ventajas biológicas. Prometeo trató de resolver el problema mediante el robo de dos preciados bienes de los dioses, el fuego y la técnica. Fue castigado por ello a descubrir, atado a una roca, cómo su acción había traído también la guerra y violencia entre los pueblos, enriquecidos ahora por la abundancia y las armas, hasta que Zeus se dignó reparar el error de Epimeteo concediendo a los humanos el sentido de la justicia. No se ha notado suficientemente que Job representa otra forma de levantamiento y conquista: la conquista del discurso y el origen del sentido de la justicia.

Mientras que el mito de Prometeo adopta la forma de un relato épico y heroico, Job es, en la estructura de su redacción, un drama que ha inspirado a los más grandes dramaturgos, y en particular a Calderón y a Shakespeare. Recuerdo concisamente esta estructura y su argumento: consta de un largo poema con unos breves prólogo y epílogo en prosa. Al comienzo Yahvé se reúne con los dioses menores, los hijos de Elohim, y entre ellos el Satán y conspiran un experimento para decidir si tiene razón el Satán, quien cree que los humanos solo actúan por autointerés, y que si muestran piedad a Yahvé es porque éste les recompensa con sus bienes. Eligen al mejor de los mortales, Job, y le comienzan privando de sus bienes y de sus hijos. Como no es suficiente vuelven a reunirse para acordar quitarle también la salud y la buena apariencia física, cargándole con una enfermedad repugnante.

El meollo del drama consiste en el intercambio de discursos entre Job y tres amigos que han venido a realizar el rito del consuelo al caído en desgracia. Con distintos tonos, y con una creciente agresividad, los tres amigos (Elifaz el Temaní, Bildad el Sují y Sofar el Namatí) desgranan la conocida retórica del poder sobre los orpimidos: que quienes sufren por algo será, que Dios no castiga sin causa, que medite si acaso no habrá él cometido alguna falta que justifique su precaria situación, que acuda a suplicar perdón al poderoso, que no se deje llevar del orgullo y no levante la voz,... El discurso es bien conocido y desde el primer momento suscita en Job la irritación y el mayor de los desprecios.

El protagonista del drama, Job, responde secuencialmente a cada una de las acusaciones veladas de los amigos pero elige bien su antagonista: no es otro que el Dios causante de su desgracia. Job solo se dirige oblicuamente a sus amigos. Su voz se alza interpelante al mismo Dios:
Como conocéis vosotros, también conozco yo
      en nada soy menos que vosotros.
Pero yo quiero hablar a Sadday
      insisto en dialogar con Él.
Vosotros inventáis mentiras
      falsos curanderos.
¡Oh, si os mantuviéseis en silencio
      sería sabiduría de vuestra parte!
Lo que les pide Job, que se atrevan a juzgar la justicia de Sadday, no pueden hacerlo. Significaría levantar la voz contra el mismo Dios y pedirle explicaciones, que es lo que hace reiteradamente Job:

Polvo son vuestros proverbios,
      barro vuestras réplicas.
Callad. Hablaré yo,
      que me pase lo que sea
Llevo mi carne entre los dientes
      en mis puños deposito mi vida.
No temblaré si me matase
       aún a su cara argumentaré mi caso
No solo exige Job explicaciones a su dios, sino que cuestiona desde el principio su orden del universo. Se pone a sí mismo como ejemplo de desorden de las cosas y alza su voz deseando no haber nacido. El comienzo del poema es un anti-Génesis, una negación de la creación:
¿Por qué nace un desdichado/ se da vida a un infeliz vida/ a los que esperan la muerte y no viene,/ excavan y la buscan más que un tesoro,/ a quienes alegraría la sepultura,/ felices por hallar la tumba/ al hombre que tiene oculto el camino / al obstruir Eloaj su salida?
 No se nos escapa que Job está haciendo aquí la más vieja de las preguntas humanas, la del por qué el mal o el daño en el mundo. Tampoco se nos escapa que Job está dando implícitamente la respuesta: no es un destino ciego sino que hay un responsable al que hay que interpelar, exigir, interrumpir, para pedirle explicaciones:
¿Por qué no establece Sadday plazos de juicio/ que ni ven quienes lo conocen?/ Remueven los linderos los infames / roban rebaños y los apacientan./ Sustraen el asno del huérfano/ el buey de la viuda toman en prenda./ Del camino expulsan a los pobres/ y han de ocultarse los menesterosos del país./ (...)/ Marchan sin ropa desnudos/   pasan hambre y cargan gavillas./ Entre hileras de olivos exprimen aceite/ pisan en el lagar y pasan sed/ Desde la ciudad suspiran los moribundos/ gritan las gargantas de los malheridos/ pero Dios no lo ve, ¡qué desatino!
Job interpela con tanta audacia como insistencia directamente al dios escondido: ¡ven a hablarme a mí, da la cara por lo que has hecho! El punto más dramático llega cuando el mismo Yahvé se ve obligado a responder a Job desde la tormenta, relatando su fuerza creadora y apelando a la precariedad agencial de Job:
Entonces respondió Yahvé a Job desde la tempestad/ ¡Cíñete los lomos como héroe!/ voy a preguntarte y tú me contestarás/ ¿Vas tu a impugnar mi juicio/ a condenarme a mí para quedar tú absuelto?/¿Posees un brazo como el de Él/ una voz como la suya para atronar?/ Cúbrete, pues, de grandeza y majestad / vístete de gloria y esplendor/¡Derrama la furia de tu cólera / observa los soberbios y humíllalos!/ ¡Detente en los soberbios y abátelos! / aplasta a los malvados donde estuvieren/ Entiérralos en el Polvo amalgamados/ oculta sus caras en la Oscuridad/ También Yo te reconoceré entonces/  que puede darte la victoria tu diestra
La respuesta de Yahvé tiene doble filo: solo reconocerá a Job cuando se levante y sea capaz de abatir a los poderosos, cuando él mismo adquiera majestad: agencia, autoridad, capacidad de transformación, empoderamiento, diríamos. Le hace ver la suya y le obliga a comparar. Pero Job ya ha conseguido una victoria: hacer hablar al mismo Yahvé. Son muy pocas las veces que en el Antiguo Testamento Yahvé se dirige directamente a una persona, y la única en que lo hace por haber sido interpelado para dar cuenta de su injusticia.

Job es el libro de la conquista del discurso, de lograr que la voz propia, la de un dañado, víctima, oprimido por la injusticia, sea oída por las grandes fuerzas del universo. Es un texto sobre la fuerza del resentimiento cuando se convierte en grito insolente. Job es, en paralelo con Prometeo, un relato de responsabilidad y responsividad, de logro de agencia en un mundo donde los dioses dejan su lugar a la fuerza de la voluntad. Ciertamente, Job es derrotado, debe reconocer su impotencia. El epílogo es un happy-end donde Yahvé reconoce la razón de Job y restaña las heridas. Es una derrota porque su daño ya no es soluble, la injusticia está hecha y no podrá repararse la pérdida de hijos teniendo otros. Pero es, al fin y al cabo, el reconocimiento explícito de la demanda de justicia.

En los albores de la cultura política, Job es el gran mito de la rebelión por la justicia y por el lugar en el espacio discursivo. Quizás los ateos leeremos la historia o la sociedad donde el creyente lea Jahvé, Sadday o Eloaj, dios de los terrores y tormentas. El relato de Job refleja aún un mundo politeísta que resuena en los nombres y en el relato. Es también una historia de desolación y apocalipsis, que ha sido invocada una y otra vez en los tiempos oscuros. Pero es también una historia de valentía, parresía y rebelión.



(Mis últimas relecturas de Job lo han sido en la bella traducción de Julio Trebolle y Susana Pottecher (Trotta, 2015), de donde están tomadas las citas y mucha de la información asociada)










domingo, 19 de febrero de 2017

Las contradicciones epistémicas del capitalismo cultural



Circulan diversos adjetivos que tratan de captar lo característico de la forma de capitalismo que sucede a la era industrial que comenzó a desmontarse en el siglo pasado. Se ha hablado de capitalismo cultural, por parte de quienes señalan que la producción y reproducción económicas y sociales han variado hacia la explotación del consumo y, sobre todo, en situar la atención permanente como la más generosa fuente de riqueza. Tanto en el trabajo como en el ocio, las más grandes corporaciones contemporáneas viven, se afirma, de la movilización continua de nuestros recursos mentales. Se ha hablado también de sociedad de la información (ya menos) y de sociedad del conocimiento. Este adjetivo me parece el más exacto para describir nuestro mundo. Así, el conocimiento se habría convertido en la fuerza de producción y reproducción esencial en el capitalismo contemporáneo. La adquisición de conocimiento incorporado o encarnado en la producción, en la gestión, en los productos y en el consumo sería lo que definiría la principal fuente de ventajas económicas. El control de las fuentes de conocimiento se habría situado en el mismo plano de importancia estratégica que los recursos naturales como las materias primas, combustibles o agua potable. En definitiva, el conocimiento habría sido elevado de categoría: de ser un ornamento del capital cultural de las personas habría pasado a ser un bien estratégico.

Quisiera esbozar, aunque sea con trazos muy gruesos, las contradicciones que genera esta nueva situación del conocimiento. La primera es lo que llamaré el proceso de cercado o vallado del conocimiento, similar al proceso de cercado que caracterizó a la Inglaterra del siglo XVIII que convirtió una gran parte de los territorios comunes en explotaciones privadas, generando así una acumulación de capital que se emplearía en la próxima revolución industrial. En el caso del conocimiento, el cercamiento es un fenómeno observable de modo continuo desde que la sociedad digital ha permitido una posibilidad de acceso amplio e interconectado de todas las formas de conocimiento. Pondré solamente un ejemplo ilustrativo: mientras que al abrir el ordenador nos encontramos inundados de información de toda índole, accesible desde todos los puntos, cuando queremos acceder al conocimiento lo encontramos cercado por altísimas barreras económicas. En el siglo pasado, las bibliotecas (publicas, o de universidades grandes) proporcionaban un acceso razonable al conocimiento realmente operativo, es decir, a aquél que se necesita para producir nuevo conocimiento, que es el que se encuentra en los últimos números de las revistas donde los científicos dan cuenta de sus resultados. Entonces, las universidades y las sociedades científicas poseían y gestionaban las más importantes revistas mundiales. Hoy, las grandes bases de datos Lexis/Nexis, Science Direct, JSTOR, son empresas privadas que poseen los derechos de acceso de la inmensa mayoría de revistas electrónicas que, a su vez, son poseídas por un número muy pequeño de inmensas editoriales que se han quedado con prácticamente la totalidad de las revistas realmente productivas. El mero acceso al conocimiento escrito comienza a ser prohibitivo incluso para las más poderosas universidades.  Pero la condición básica de reproducción del conocimiento, que conocemos bien por la historia de la ciencia, es el acceso universal y sencillo al conocimiento. El conocimiento científico, técnico, humanístico, forma una inmensa red de interdependencias y de trabajo común que de ser cercada pone en peligro inminente su capacidad de producción futura. Este proceso de cercado, así creo que hay que llamarlo, consiste de hecho de la expoliación y expropiación de los comunes del conocimiento. Interesado o no desde el punto de vista de la psicología personal, el trabajo de científicos y humanistas ha funcionado desde el siglo XVII como un trabajo procomún, por la producción y reproducción de conocimiento. Hoy, este territorio común está dividiéndose en granjas privadas.

Una segunda contradicción es la que llamaré el asentamiento de la ignorancia estratégica. También expresa una paradoja que afecta al conocimiento como bien estratégico. Así, mientras el conocimiento es algo que permite una ventaja competitiva a las instituciones, organizaciones y empresas, y que por lo tanto la gestión fluida del conocimiento debería ser una de las principales preocupaciones, en la formas contemporáneas de organización se asientan barreras estructurales a la circulación del conocimiento que tienen que ver, no contingente sino estructuralmente, con la arquitectura de la economía, la política y la sociedad. Veamos también otro ejemplo ilustrativo. Es sabido que nuestra sociedad reposa sobre los indicadores estadísticos, que son los medios de acceso al autoconocimiento de la economía, la sociedad y la política. Los indicadores relacionan propiedades observables con otras que lo son menos. Ni una sola decisión en la que esté implicado el conocimiento experto puede hacerse sin indicadores. Pues bien, se están produciendo dos fenómenos cada vez más claramente percibibles. El primero es el de la mala circulación estructural del conocimiento en las organizaciones. Los empleados, analistas, asesores, consultores, que se especializan en suministrar conocimiento a los dirigentes: gerentes, directores, etcétera, poco a poco ven distorsionada su función. Así, se arreglan sistemáticamente los informes para que en vez de producir conocimiento lo que produzcan sean efectos no basados en él. Por ejemplo: para que el jefe de departamento presente a la instancia superior datos fehacientes del progreso de su negociado. O, lo que es más grave, los dirigentes y políticos hacen descansar en informes más o menos arreglados, las decisiones que ellos no se atreven a tomar. El segundo efecto es aún más perverso: las organizaciones, instituciones, desde los niveles superiores a los currículos de los empleados, tienen a organizarse para dar buenos resultados en los indicadores que previamente se han "protocolizado". Esto significa que la función de los indicadores, en vez de ser indicativa comienza a ser productiva. Para entenderlo: un termómetro es un indicador (a través de la expansión de un metal, o mediante un medio electrónico) de la temperatura de un medio, por ejemplo el cuerpo. Imaginemos que el enfermo hubiese desarrollado un mecanismo de ajuste de la temperatura para que cuando se le ponga el termómetro exprese una temperatura sana. Buen sistema de diagnóstico tendríamos.

Hay múltiples ejemplos de estas distorsiones de la circulación de conocimiento en nuestras sociedades. Yo estoy interesado en cómo se ha producido una reestructuración profunda de las universidades, desde ser instituciones educativas a ser organizaciones gerenciales. El reciente caso que ha ocurrido en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, donde los periodistas (en un trabajo de investigación loable) descubren que el Excelentísmo y Magnífico Señor Rector ha copiado literalmente una parte sustancial de sus escritos es muy jugoso como ejemplo. Lo que más indigna no es el caso en sí (de vez en cuando ocurre en la ciencia) sino la falta de reacción de todos los niveles sociales: la propia universidad, que no solamente lo tolera al conocerse, sino que premia al rector eligiendo a un candidato puesto con él. Las autoridades educativas: los demás rectores, las instituciones de control académico y científico, que miran hacia otro lado. Las autoridades civiles, que se niegan a pedir explicaciones públicas. No es por casualidad esta reacción de tolerancia: ya se sabe que los rectores han dejado de ser científicos, primus inter pares, que dedican un tiempo al servicio común de organizar la academia y han mutado en gerentes en los que importa poco su trayectoria investigadora.

Un último ejemplo: la creciente insensibilidad de la gestión política a los datos objetivos proporcionados por las ciencias sociales y la creciente importancia de la voluntad ideológica y política. Iba a decir también en la izquierda, pero tengo que decir sobre todo en la izquierda. Incluso transformaciones tan aparentemente voluntaristas como las grandes revoluciones del siglo XX, la Revolución Rusa, por ejemplo, se basaban en estudios o intuiciones lúcidas sobre lo que ocurría. Rosa de Luxemburgo, por ejemplo, era un ejemplo de política racionalista que ejercía todo el potencial de su pasión pero nunca empeñaba su lucidez en el Monte de Piedad. O Lenin, quien apoyaba su voluntarismo en un frío análisis de la sociedad rusa, hecho con tanta intuición como datos. Los partidos comunistas posterioes, desde la instauración del estalinismo como modo estructural, abandonaron definitivamente la lucidez, lo que explica bien la discapacidad del comunismo como alternativa social. Hoy, en los partidos e instituciones sindicales y políticas,  los asesores científicos, si existen, se eligen por su anuencia a las ideas de la dirección de turno, o bien se dejan a un lado los informes molestos. Fue el pecado de la socialdemocracia, que no atendió a las señales claras de lo que estaba ocurriendo en la sociedad contemporánea (la llamada "Tercera Vía" de Blair, que tanto mimetizó el PSOE, no era más que un estúpido voluntarismo disfrazado de cientificismo economicista). Su penitencia es, como vemos, su irreversible irrelevancia. No comentaré mucho, para no hacer sangre en cuerpo propio, de los nuevos movimientos políticos. Pero la indiferencia, desdén e incluso desprecio, de los que parecen hacer gala respecto a los datos sociológicos y económicos no augura para ellos mejor futuro que el de la socialdemocracia.

Hasta hace poco, la epistemología era una de las ramas más abstractas, abstrusas y teóricas de la filosofía, lo que explica que sea practicada de modo tan minoritario, a diferencia de la filosofía moral y política, que agrupa a la gran mayoría del trabajo filosófico. En el tiempo en que vivimos, la teoría del conocimiento está comenzando a ser de tanta o mayor relevancia que la teoría de la justicia. La sociedad del conocimiento se ha convertido en el mayor obstáculo al conocimiento como bien común y a su distribución justa y eficaz. No es de extrañar, pues, que las mayores amenazas contemporáneas a la propia humanidad ya no vengan de la ciencia y la técnica, como pensaban los pesimistas del siglo pasado, sino de la ignorancia estratégica que se ha adueñado de nosotros.

domingo, 12 de febrero de 2017

La escala del desencanto



Los efectos tensos que producen en nuestra sensibilidad los cuadros de Edward Hopper se deben a que nos transportan a un lugar extrañado, desacoplado, dentro y fuera a la vez del territorio donde discurren nuestras esperanzas y decepciones. A pesar de haber sido bastante poco valorado en su tiempo, el tiempo de las vanguardias, hoy ya sabemos que iba muchos pasos por delante de aquéllas, que había bajado de los cielos de la gloria para asentarse en las zonas grises donde habitan los humanos. Hopper hace de cada cuadro un tratado de metafísica, que me deja intrigado por horas, mientras que cada vez me ocurre más con tantos cuadros de la vanguardia de la época, que sólo puedo leerlos como vanos ejercicios de retórica visual.

No pensaba en Hopper cuando decidía ayer por la tarde sobre qué escribir esta mañana, pero han sido sus cuadros lo que me han venido a la mente cuando comenzaba a montar en la cabeza mi entrada de hoy. De lo que quería hablar es de mis impresiones cuando miro con cierta distancia tanto la filosofía general como la filosofía política (y buena parte de la política) de mi tiempo. Impresiones que me llevan a una conclusión que querría compartir aquí: tanto la filosofía como la política sufren de una pérdida de escala. Sitúan el discurso en unas unidades que medida en las que difícilmente podemos encontrar recursos para calibrar, reflexionar, criticar u ordenar nuestra vida cotidiana.

La pérdida de escala es el mejor argumento para mostrar que tanto la filosofía como la política nunca han logrado secularizarse del todo. A pesar de (o tal vez sobre todo) su secularismo militante (y muchas veces burdo anticlericalismo que denota una profunda ignorancia de la historia de la religiones), sus discursos siguen situándose en los planos de lo escatológico, de las postrimerías, de las grandes fuerzas cósmicas, de las derivas continentales de la historia de donde han desaparecido por inanes las vidas de la gente, inapreciables en su agencia comparadas con las dinámicas del universo.

Leo, y explico, a los grandes autores que ocupan las citas y una gran parte de los títulos de las tesis que se escriben en los departamentos de filosofía (no sólo de mi país) y sólo encuentro épica y teodicea. No es de extrañar que, perdidos en las pulsiones, en las tensiones del poder y las maniobras del Leviathan y el Imperio, los sujetos se disuelvan como humo en la niebla. Y me ocurre lo mismo con tantas propuestas políticas: no puedo evitar la impresión de que son ejercicios de teología política.

Es curioso, pero no sorprendente, que este juicio se aplique al pensamiento y la política desarrollados por varones mientras que tanto la filosofía como las propuestas políticas que vienen de las autoras del siglo se sitúen, por el contrario, en los planos que definen la escala de la vida cotidiana. El feminismo habla menos de la historia y más de quién hace el trabajo en la casa, ocupa los puestos en la empresa, cuida a los niños y organiza la vida. Filósofas como Judith Butler hablan de por quién debemos llorar o qué cuerpos son los que soportan la violencia de la historia más que del cuerpo social o los órganos del Estado. No sólo filósofas, también algunos autores menores como Henry Lefebvre o Michel de Carteau, que cada vez ocupan más mi tiempo de lectura y de pensamiento para responder a sus preguntas.

Es curioso, pero no sorprendente, que este juicio se aplique también, por razones diferentes, a las filosofías que prometían ocuparse de lo cotidiano: la fenomenología y la filosofía analítica. Aquí, sobre todo en la filosofía analítica, la pérdida de escala se produce en la dirección contraria. La obsesión por descargar los ejemplos y argumentos de todo lo que pudiera tener algo de relato con carne y sangre, algo que intentase encontrar caminos en la zona gris, su obsesión por la distinción minuciosa, sitúa el pensamiento en una escala de juguete, de mesita de laboratorio donde no se observa a la gente sino pequeños remedos de cartón.

Observemos el cuadro de Hopper. Está hecho de una meditación sobre objetos y cómo estamos entre ellos: ventanas que separan lo oscuro de la calle de la luz mortecina de un desolado café, sillas sin ocupar, una mesa solitaria, un radiador, una taza de café ya terminada, y una mirada perdida que nos ata e intriga, que nos habla de una tensión oculta que nace en los tiempos de la espera, entre el tedio y la esperanza. Es curioso que cien años de crítica de la dicotomía sujeto/objeto haya llevado a tan poca atención a los objetos, que son los marcos por los que discurre la subjetividad y donde nacen las tensiones.

Encuentro en esta pérdida de escala una de las explicaciones de porqué las clases populares han dejado poco a poco de escuchar los mensajes de la izquierda. Porque no los entienden: no saben interpretar cuál sería su lugar en esos espacios históricos donde sitúan sus discursos. La vida cotidiana, por el contrario, está hecha de objetos: de deseos y temores que tienen mucho que ver con las cosas y objetos, con las lavadoras y el costo de la guardería, los transportes y el coñazo del casero que no deja de dar la lata cada mes. Si escuchan otras épicas, que hablan de banderas y espíritus nacionales, es porque les hablan de sus rencores ordinarios, de las colas de la seguridad social y del paro, de la tienda que desaparece en la esquina y deja a una familia en la calle para abrir una franquicia en la que despachan jóvenes delgadas.

En la vida cotidiana, sostiene Henry Lefebvre, juegan su partida las fuerzas históricas, más que en los grandes espacios de los que hablan los discursos de lo descomunal. Allí, nos dice, las necesidades mutan en deseos y decepciones. La vida cotidiana es, claro, lo más sencillo de colonizar a través de los objetos. Pero también es el lugar del deseo de otra vida. Es donde la madre se dice: hija, yo no quiero que lleves una vida como la mía. Pero ese mensaje, dicho en voz baja, no lo escuchan ni los filósofos ni los políticos.

domingo, 5 de febrero de 2017

En algún lugar


Oigo esta mañana que Silvia Pérez Cruz ha ganado el Goya y canta para celebrarlo su canción "No hay tanto pan" mientra releo L'Enracinement (el enraizamiento) de Simone Weil. Afinidades electivas, compañías para encontrar luz en la niebla. Me estaba intentando responder a las preguntas "¿dónde estamos?, ¿dónde estoy?" con las que quería comenzar el miércoles mi curso "Cultura y poder" en el Máster de Teoría y Crítica de la Cultura. Ambas entienden bien en qué consiste la desubicación, la pérdida de raíces, la injusticia hermenéutica de no encontrar respuestas a la pregunta por el lugar propio en el mundo:

"Que esto duele, te arrasa, te mata, te irrita,
Qué suerte la tuya, tan cruda y maldita.
Reza de día, de noche y no almuerza,
Se cree mala madre y también mala hija
¿dónde está la suerte, la mía poquita?"

La desahuciada de la canción de Silvia Pérez Cruz dirige contra sí por su maldito destino respuestas desubidadas a las preguntas por su situación. Simone Weil explica del mismo modo en qué consiste el desenraizamiento. La necesidad de raíces, afirma, es la principal necesidad humana. Antes ha hablado de otras necesidades: del orden, de la libertad, del honor, de la obediencia, de la propiedad privada y colectiva, del castigo necesario (me gusta la perspicacia con que piensa la justicia y el castigo: "si hay impunidad, afirma, que crezca de arriba abajo, que ninguno de arriba salga impune, si tienen que salir, que sean los de abajo, porque así se mantendrá la confianza en la justicia"). De todas las necesidades, sin embargo, sostiene, el sentirse en algún lugar es la principal de todas. Los obreros pierden las raíces cuando su vida está centrada en acabar el mes con su poco salario. Los parados la pierden, dice, por partida doble. Los desahuciados, por partida triple. Todos se encuentran en la niebla que impide conocer el lugar propio.

Toda la cultura y civilización, sigue Simone Weil, conspira para el desenraizamiento. El estudiante que pierde su deseo de verdad porque sólo piensa en el examen; el campesino que dice de sí mismo que es campesino porque nunca podría haber sido profesor. También acaso el marxismo pueda haber contribuido a la desubicación. Convertidas las ideas de Marx en frases vacías, ininteligibles, lejanas a la experiencia cotidiana. Es radical y ácida Simone Weil, pero está en lo correcto. En ella se encuentren más ideas claras sobre la condición de clase que en toda la Historia y conciencia de clase de Lukács. Sorprendente y paradójicamente, podemos encontrar también mucha luz en las filosofías de Heidegger y Wittgenstein. En las dos, la situación, el lugar, la ubicación, son lo opuesto al espacio vacío, puro continente de direcciones formales sin experiencia. Un lugar no es una porción de espacio como un paisaje no lo es de territorio. Un lugar y un paisaje, una situación y un momento, son desvelamientos del ser, conciencias de pertenencia, sensaciones de habitar el mundo, no de estar en él al pairo de los vientos fríos de la historia. Saberse en un lugar es posiblemente la forma más clara de conciencia. La que primero se pierde por la violencia social: económica, de casta, género, raza, cultura o religión. Quien la sufre no se encuentra. Sus alrededores han dejado de ser cercanías, vecindades, entornos, y han devenido hastíos, anomias, desencantos o husmeos de supervivencia. El conocimiento y la verdad son las primeras víctimas de la violencia. El paisaje se hace niebla junto al pasado y el futuro.

"¿Cómo llegó a convertirse en esto?, ¿qué es esto en lo que llegó a convertirse?" se pregunta Carmen Castillo mirando a Marcia A. Merino, La Flaca Alejandra. Lo comentábamos en la clase de Carlos Thiebaut el otro día, hablando sobre el documental en el que Carmen Castillo indaga sobre este personaje (La Flaca Alejandra). Marcia Merino, antigua militante del MIR chileno, sufrió torturas en dos chupaderos de la DINA y se quebró, se convirtió en funcionaria de la policía, amante de sus torturadores y se dedicó a señalar a sus antiguos compañeros y amigas, que habrían de ser detenidos y torturados seguidamente. Fue, se sospecha, responsable de la caída del Miguel Enríquez, el dirigente del MIR, el esposo de Carmen Castillo. Su indagación, "¿cómo llegó a convertirse en esto?" es una pregunta sobre el desenraizamiento. Porque en eso consiste la violencia, en la ruptura de los lazos afectivos que nos sitúan y ubican. No somos quiénes para juzgar a La Flaca, pero sí para explicar su quiebra, la pérdida de su lugar en el mundo, su incapacidad de orientarse.

Desde que llegó Trump al poder, desde que Europa se está sumiendo en una oscuridad creciente y mi país en un desencanto destructor, me he estado preguntando por las causas y por la fenomenología de este desastre. ¿Qué ha ocurrido para que un obrero en paro de Detroit o un campesino ahogado por las deudas de Alabama vote a este personaje que acabará de arruinarles en poco tiempo?, ¿qué ocurre para que una familia con dos hijos en paro y viviendo de una pensión voten al PP?, ¿qué ocurre para que una generación de indignados se/nos hayamos sumido en la depresión?

Resenraizamientos, desubicaciones, incapacidad para mirar y pensar desde algún lugar, de situarnos en un paisaje, olvidos de los lazos que nos atan, de nuestras cercanías y pertenencias, de las lealtades y cuidados que nos debemos. Nos gritamos y acusamos unos a otros, levantamos la voz porque somos incapaces de levantar el ánimo. Lo canta Silvia Pérez Cruz:

Que esta gran culpa no es tuya ni mía.
Mentiras, Sonrisas y amapolas
Discursos, periódicos, banqueros y trileros.
Canciones, monos y pistolas,
Bolsos, confetis, cruceros y puteros.
Te roban y te gritan
Y lo que no tienes también te lo quitan.

No hay tanto pan, pan, pan
No hay tanto pan, pan, pan.

Convierten el pueblo en banco,
La mierda en oro y lo negro el blanco...
Es indecente y es indecente,
Gente sin casa y casa sin gente.

No hay tanto pan, de Silvia Pérez Cruz