domingo, 30 de julio de 2017

Culturas de la violencia





Me resulta extraño escribir en vacaciones sobre el tema del título: "culturas de violencia", pero, como suele ocurrir, uno no siempre elige los momentos para pensar los temas, sino que son las agendas las que los determinan. Trabajo ahora, para una cita en octubre en Bogotá, sobre la novela de Gustavo Álvarez, escritor, periodista y político colombiano, Cóndores no entierran todos los días, que narra los orígenes de la violencia política en Colombia, en los años cincuenta, tras el asesinato en 1948 del líder Jorge Eliécer Gaitán, que dio paso a una etapa denominada La violencia, continuada más tarde por la guerrilla, los paramilitares, los narcos,... La novela, escrita en 1971, relata la formación de un sicario jefe de un grupo de asesinos que, en 1949, somete a la ciudad provinciana de Tulúa a un periodo de terror y matanzas.

La pregunta sobre cómo una persona "normal", un ciudadano de la calle, se convierte en asesino  ha sido tratada ocasionalmente en la literatura y el cine en contextos diversos, quizás porque solamente se pueda tratar en forma narrativa y no en modo conceptual. La pregunta, más general, de por qué los miembros de una sociedad se vuelven ciegos a la violencia, la toleran e incluso la justifican, ha sido tratada, en este caso sí, por pensadoras y pensadores a los que les ha preocupado el silencio social en contextos de violencia ambiental. Ni los relatos ni los argumentos filosóficos terminan de satisfacernos y nos dejan un poso de misterio ante la violencia. Mi única respuesta, muy en la línea de la ya clásica de Hanna Arendt, es que la violencia ensucia el juicio, crea atmósferas de opacidad donde las razones morales se disuelven. Incluso la de aquellas personas que parecerían haber mantenido la lucidez bajo condiciones de violencia y levantado su voz. Pues incluso estas personas estaban sometidas a la presión aplastante de dos fuerzas: levantar la voz contra toda forma de violencia o levantarla contra la de una de las partes, justificando entonces, implícita o explícitamente, la de la otra. En estas encrucijadas, también el juicio queda sometido a las derivas históricas y sufre de lo que los filósofos llamamos suerte moral, concepto que capta la idea de que el valor de ciertos juicios o decisiones no depende sólo de sus orígenes en el interior de la persona sino de la circunstancia histórica en que se emite o decide.

Para algunas generaciones afortunadas, la violencia es lo que está reflejándose en la pantalla o en el papel de la prensa. La ventana de las noticias habla de una violencia lejana, a la que uno accede más o menos pertrechado ya de los argumentos y conceptos que proveen los comentaristas, y que admiten que el espectador adopte rápidamente lo que podríamos llamar una actitud moral. Quiero decir que el juicio moral es relativamente sencillo de construir y expresar, puesto que la distancia admite también una cierta distancia psicológica. Nadie tarda más de un segundo en decidir si el Holocausto de los nazis fue un desastre moral o si, por el contrario, tenía alguna justificación. Pero cabe la sospecha de que esta rapidez sea un producto histórico y cultural.  Las víctimas de los campos supieron bien que esta espontaneidad era más bien un producto engañoso. La literatura de Améry, Primo Levi, Celan o Semprún no se entendería sin esta fundada sospecha. Para las generaciones desafortunadas, que viven más cerca de la violencia, la actitud moral no es siempre accesible, o no lo es más que como un modo de tomar parte. En situaciones de violencia, lo más generalizado es la actitud participante, en donde el juicio moral es sólo un recurso o instrumento en una red compleja de emociones, autoengaños, miedos o indignaciones.

Como pertenezco a una de esta segunda clase de generaciones, hablo en primera persona cuando hablo de la ceguera en la que uno habita en situaciones de violencia. Cuando la violencia se generaliza, se establecen nítidamente los bandos, las sociedades se embarcan en oscuras singladuras, y las decisiones de aceptar y justificar la violencia suelen darse con relativa facilidad. Los padres permiten a sus hijos alistarse e incluso les animan a ello. Más tarde, cuando la violencia se desarrolla e impregna todos los intersticios de la sociedad y las calles y pantallas se han llenado de cadáveres, la actitud participante suele mutar en otra cosa que tiene que ver con el hastío, el cansancio, el miedo y la incertidumbre. Entonces, cuando acaba la violencia y los hijos que sobrevivieron vuelven a casa se les recibe con recelo. Se les admite a la mesa siempre que no hablen demasiado de aquello. Siempre que no cuenten la verdad sobre la violencia.

Al fin de la batalla, los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. La ceguera se manifiesta en la dificultad para asumir la historia. Quizás, conjeturo, una de las razones por las que la reciente y aclamada novela de Fernando Aramburu, Patria,  ha tenido tanto éxito es precisamente por los silencios que habitan en sus personajes más que por lo que muestra de manera visible. Ese no querer saber, dejando intactos, o casi intactos, los prejuicios y construcciones del otro, suelen ser los estados en los que la actitud participante reside cuando la violencia disminuye. La actitud moral ahora es más sencilla y cercana, y por ello más sospechosa de ser un subproducto de la historia del desastre moral.

Mirando ahora, en mi país, las hemerotecas, acude en apoyo a mi pesimismo un debate que hubo en los años noventa, en los momentos en que la guerra contra ETA cambiaba de signo. Me refiero a la discusión sobre el "escudo de Arquíloco" como figura de actitud moral, que dio origen a un libro de Juan Aranzadi sobre el mismo signo y del que es una buena descripción un artículo firmado por Fernando Savater en mayo del noventa y cinco. Arquíloco fue un poeta que abandonó la línea, tiró el escudo y se congratuló de ello afirmando que un escudo siempre puede sustituirse por otro, pero la propia vida no. Se trata de la posición de la "ética del fugitivo", la de quien decide tirar las armas y salir corriendo antes de continuar en la batalla. En las situaciones de violencia, los que siguen la actitud del poeta Arquíloco y deciden que es mejor vivir que seguir matando suelen tener un destino ambiguo: son contemplados con simpatía por algunas partes, menos por otras. En situaciones de violencia, quién es un traidor y quién un héroe suele ser difícil de decidir. En los años noventa, en España, la actitud de Arquíloco solía ser estigmatizada, a veces por quienes la habían tomado una o dos décadas antes. Así son las cosas en los periodos de muerte y desolación. Después, todos descansan, pero nadie, sospecho, quiere sentar a su mesa a un etarra o a un guardia civil para que cuenten su historia.

Se me responderá con razón que todo esto son pamplinas, que se me ha olvidado citar la cuestión fundamental, la de la "legitimidad" de la violencia. Pues al fin y al cabo ésta es la única pregunta importante: quién y por qué puede legítimamente usar la violencia. Separada la pregunta por la violencia de la pregunta por la legitimidad todo es "alma bella", actitud moral inane que no quiere tomar partido o, peor aún, que lo toma bajo una aparente distancia. Cierto, eso es lo que llamo "actitud moral" , distinta a la actitud participante de quien se siente concernido por la violencia y toma partido. La cuestión de la legitimidad nos debe llevar a la cuestión de las víctimas y de quién o qué instancia está autorizado para defenderlas. Y la respuesta es la del Estado cuando está sometido a los más claros controles democráticos. Es una respuesta que no admite dudas y que no es difícil de dar siempre que las circunstancias sean propicias. Más difícil es cuando no lo son. En la España de los años noventa estas circunstancias lo eran porque ETA no tenía ninguna opción de llevar a cabo lo que pretendía, hacer que su locura de asesinatos se convirtiese en una "guerra" entre estados, o entre sociedades, como deseaba. Por suerte para la sociedad española estas circunstancias fueron propicias. En otros lugares, como los Balcanes, por aquellos años, esas circunstancias no se dieron porque no había estados con tales garantías. Todo era estado de naturaleza. La violencia del siglo XXI nos ha devuelto a un estado de incertidumbre moral, donde la rabia por la suerte de las víctimas no siempre nos hace lúcidos con respecto a la legitimidad de las respuestas. La actual guerra en Siria es un ejemplo nítido de mi pesimismo acerca de qué nos ocurre en estas situaciones, cuando están mucho más claro cuáles son las víctimas pero no cuáles son las violencias legítimas.

Tomar las armas o tirarlas son opciones sometidas a un alto grado de contingencia y suerte moral. Quienes lo hacen, están respaldados por lo que llamaré culturas de violencia: climas que hacen sencillo lo que no tendría que serlo: comenzar o abandonar el combate. Las culturas de la violencia se encargan de facilitar estas decisiones. En situaciones de violencia, sorprendentemente, no es difícil ser traidor o héroe. Es mucho más difícil serlo cuando aún no se ha abierto la violencia, cuando es la cultura la encargada de crear los efectos irreversibles que van a dar origen a la habituación a la muerte.

La violencia aparece como contingencia cuando hay una cultura que la hace necesaria. Una compleja red de mitos, rituales, afinidades y lealtades emocionales sobre las que se construye con facilidad la imagen de un otro que ya no es sino un simulacro de humanidad, alguien prescindible que no produce efectos notorios su muerte. Cuando comienza la violencia, es difícil distinguir entre víctimas y victimarios. Son todos parte de una nebulosa moral que ensucia la humanidad.

Que la violencia puede ser anticipada es una de las esperanzas que nos quedan, Pero no como actitud moral distante sino como actitud participante en los procesos que conducen a la construcción cultural del otro como alguien prescindible. Quienes matan son un último eslabón de una cadena que ha comenzado mucho antes y por intereses muy espurios. Al encender las televisiones y leer las pantallas o las páginas de papel estamos escuchando los ruidos de cómo se construyen las fábricas de la muerte del mañana. Quizás, con la posible ilusión de que aún ningún cadáver ha creado irreversibilidad y necesidad en el proceso de destrucción, queda la esperanza de que hacer visible la violencia de las culturas de la violencia pudiera detener, al menos por un tiempo, lo que no será sino los anuncios de la próxima guerra.

En la dinámica de la violencia, se entreven tres momentos: la cultura de la violencia, la violencia explícita y el fin y la transición. En cada uno de ellos, la actitud participante debería tener la lucidez suficiente de juicio para anticipar la fase siguiente: la cultura de la violencia es a la vez causa y efecto de los climas de enfrentamiento. Se produce cuando se establecen irreversibilidades psico-sociales y construcciones de un "ellos" y "nosotros" ciego y lleno de estereotipos que no admiten matices. Una vez que esa construcción funciona es ya muy difícil detener la escalada. En la siguiente fase, el día del reclutamiento, ya es muy difícil detener la alegría con la que se envía a la muerte y al asesinato a los hijos e hijas de una generación. No deberíamos olvidar las palabras de Ruyard Kipling, escritor maravilloso pero contribuyente colonialista al clima de guerra que produjo la I Guerra Mundial. Su hijo murió en una de aquellas matanzas. Más tarde reconocería: "nuestros hijos murieron porque sus padres les mintieron".

En esa etapa, nunca conviene olvidar los  versos de Bertolt Brecht que cantó Aguaviva;
"La guerra que vendrá, no es la primera,/hubo otras guerras/Al final de la última quedaron vencedores y vencidos./Entre los vencidos el pueblo llano pasaba hambre/Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también."

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