domingo, 20 de agosto de 2017

Tal como éramos




En 1973 Sidney Pollack dirigió The way we were (Tal como éramos/ Nuestros años felices), una película protagonizada por Barbra Streisand Robert Redford. Es una película que quiere capturar en la historia de una pareja el cambio cultural que se produjo en Estados Unidos desde los años treinta a los sesenta. Pollack eligió dos personajes-tipo para ejemplificar este cambio: una muchacha activista y generosa, seria y siempre preocupada, y un galán superficial, simpático y triunfador. Fue escrita (por Arthur Laurents) y rodada en un momento de fractura cultural y política en Estados Unidos, en medio de la Guerra de Vietnam. He recordado la película más bien a causa de la maravillosa canción del mismo título cantada por Barbra Streisand a propósito de las ideas y conversaciones mantenidas con Fidel Moreno, un profundo conocedor de la cultura española contemporánea en sus múltiples facetas, y especialmente la musical.

La tesis de Laurents-Pollack, en su mirada nostálgica a la historia del país, es que la mejor gente podría estar en posiciones culturales y políticas opuestas y, sin embargo, guardar una secreta admiración por la otra parte y una afectividad común. Los autores apelaban a un estrato común más profundo y efectivo que las grandes rupturas más superficiales que dividían al país. No importa mucho si su visión era demasiado optimista juzgada desde la historia posterior de Estados Unidos, un país que mantiene e incluso ha profundizado las fracturas que lo dividen. Es más interesante el mismo hecho de postular la importancia de ese sustrato común cultural que, para una larga tradición que va desde el Romanticismo Alemán a los estudios culturales de Birmingham (Williams, Hogart,...), constituye el nivel esencial de la cultura.

No querría implicar que el nivel de lo común resuelva las fracturas, ni que sirva de mucho la apelación a estos estratos para pretender una unidad que seguramente no será más que verbal, pero sí es cierto que sin pensar en los tejidos básicos comunes, todas las teorías sobre hegemonías culturales, o, en el lado contrario, teorías de la identidad "nacional" (digamos, las disputas actuales en España entre las nuevas actitudes culturales y la "Cultura de la Transición" que siguen representando algunos de los grandes medios de masas) pierden de vista y equivocan la inteligibilidad de los cambios culturales.

Si se adopta una actitud de estudio con cierta distancia, como la que Fidel Moreno adopta en sus estudios sobre el cambio cultural en la España contemporánea (o Miguel Ángel Gil Escribano, otro amigo y colaborador, con quien trabajo en estos terrenos) una primera observación que produce la mirada atenta a las múltiples facetas de la cultura es, por un lado, el cambio tan profundo que se ha producido en tres o cuatro generaciones, por otro lado, la inobjetable uniformidad que encontramos por debajo de las diferencias superficiales.

Las divisiones entre formas de vida, señas de identidad y lenguajes correspondientes a barrios culturales distintos (hipsters y barriobajeros; conservadores, activistas,,,) no ocultan una mucho más profunda uniformidad en lo que respecta a las estructuras más constitutivas de lo cultural. Manuel Vázquez Montalbán, en una de sus habituales crónicas de la realidad cultural del momento, recuerdo, observaba cuán profundamente indicativo del cambio cultural que estaba ocurriendo en España (creo que era un articulo de finales de los setenta) era la incorporación de la crema de leche a la cocina. Sus novelas de Pepe Carvalho, que son realmente ensayos antropológicos de la España de los setenta/ochenta, son tratados de cultura material que desvelan mucho más que cualquier análisis de contenido la trama de la sociedad del momento. La cocina, la música, las prácticas eróticas, las prendas de vestir,..., nos hablan de cómo construir presentaciones de sí y signos de identidad en cada momento histórico.

La necesidad de ser entendido y aceptado es mayor que la de establecer las pequeñas diferencias. Así, aunque apariencias como la corbata y el traje frente al vaquero y la camiseta parecen expresar grandes diferencias culturales, de hecho las homogeneidades y concomitancias son mucho mayores. Repitiendo el cliché de Paul Valery de que lo más profundo es la piel, también lo son las formas de comer, de follar o de bailar. Se asombraba el personaje de Edurne Portela en su magnífico libro sobre el conflicto vasco, El eco de los disparos, de que cuando pasaba (era una niña que observa el conflicto) con sus padres al otro lado de la muga a celebrar alguna fiesta con la parte huida de la familia, la celebraban con Rioja y cordero castellano, dos de las señas de identidad del enemigo. En el otro lado, cuando el diputado de Podemos se viste para presentarse en su parlamento central o autonómico lo hace con ropas informales que representan el consumo masivo de bienes, y que significan, aunque él no lo desee así, la ropa que el diputado vestido con un traje de rebajas de El Corte Inglés se pondrá por la tarde cuando vuelva a su casa.

Comentaba en entradas anteriores la aparente paradoja de que la cultura es a la vez un producto de la sociedad y una fuerza de producción y reproducción de la sociedad. Lo es en el plano colectivo y lo es en el individual: la cultura es el modo en el que nos reproducimos no biológicamente. Por eso los hijos nacen y se desarrollan en una cultura de sus padres. Pero a su vez, las transformaciones sociales (de estatus, de trabajo, salario, espacio, relaciones, etc.) producen transformaciones culturales que reflejan el cambio social. Mi generación vivió una profunda ruptura cultural con las formas de vida de la anterior, en todos los niveles de existencia. Pero observada con distancia (y yo lo hago habitualmente en mis clases de mayores, y en general en el contacto con la gente de mi edad) se puede comprobar cuán profundos son los hilos que nos atan a la generación de nuestros padres a pesar de que creamos ser tan diferentes.

No creo que se puedan extraer grandes lecciones políticas de esta uniformidad. Pero tampoco lo creo de las luchas por las diferencias. Las grandes corrientes de cambio social y cultural son mucho más inobservables de lo que parece, o quizás lo sean más cuando leemos el subtexto y las formas profundas de los diversos objetos culturales. No es por casualidad que una canción de Sabina se parezca tanto a una copla (a pesar de sus esfuerzos por parecerse a Dylan). La necesidad de hacerse inteligible opera en el subconsciente a través de formas y formatos culturales que están por debajo de las señas de identidad superficiales. Por eso, con Pollack y Laurents, creo que hay que estudiar con cuidado los procesos largos, hacerlo con tanta actitud crítica como compasión y entender los ríos subterráneos de la cultura, es decir, las tramas donde la gente, la nuestra, construye o construimos los planes de vida, los proyectos de futuro y las nostalgias del pasado.

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