domingo, 26 de noviembre de 2017

El amor como la justicia



¿Tienen algo que ver el amor y la justicia?, ¿son tan diferentes como parece? Se dice "la justicia es ciega" y también se dice "el amor es ciego" aunque las dos frases parecen expresar significados contradictorios. Se quiere aludir a la imparcialidad en lo que respecta a la justicia y, al contrario, la parcialidad que no acabamos de entender en lo que respecta al amor. "¿Cómo pudo enamorarse de esa persona?", nos preguntamos al contemplar tantas diferencias entre las dos, mientras que apreciamos que quien juzga no se deje influir por el poder o riqueza de quien cae bajo su jurisdicción. Sí, así es a primera vista pero, ¿están tan claras las asimetrías del amor y la justicia? En un seminario que tuvimos esta semana, la filósofa de Arizona Rachel Fedock nos planteó esta pregunta con objeto de disolver la ilusión de las distancias conceptuales entre amor y justicia. Desde que la oí, he estado pensando sobre ello y creo que tiene razón esta filósofa. Hay profundos vínculos que no notamos porque tenemos malos conceptos y peores prácticas en ambos campos que son tan constitutivos de la vida humana.

El amor es una relación extraña entre personas. Como el tiempo, recordando la repetida conclusión de Agustín de Hipona, sabemos lo que es, pero si nos preguntan qué sabemos, no podríamos responder. Pues el amor se dice de muchas formas y modos: sentimos amor por los miembros de nuestra familia, por nuestros amigos, por las personas con las que querríamos formar una pareja o la hemos formado, ... En cada uno de los casos, el amor se dice en segunda persona, está orientado a un "tú", no a un "él" o "ella". Implica un deseo de bien para esa persona por ser esa persona, sostenía Aristóteles, pero hay muchas más cosas que descubrir en lo que llamamos amor. No es exactamente una emoción, no "sentimos" amor en cada instante del día, sería algo agotador. Pero tampoco dejamos de sentirlo en los momentos que compartimos con la persona amada, o en los que la recordamos. En realidad se encuentra en el ámbito de lo que puede llamarse una "metaemoción": una disposición a producir conductas, sentimientos, estados, etcétera. El amor comparte con la confianza esa condición metaemocional. Simone Belli y yo hemos publicado recientemente un artículo precisamente sobre ello referido a la confianza(*). Ambos resultan de procesos largos, que articulan vínculos, relaciones, acciones y sentimientos en la forma de un relato: "tuvieron una historia" cotilleamos de esas dos personas conocidas. Queremos referirnos a sus amores durante un tiempo.

Esta capacidad del amor para ordenar nuestras vidas, para construir relato, fue glosada con hermosas palabras por Pablo de Tarso en la I Carta a los Corintios: "Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.  Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá.". Es un canto tanto a la necesidad como a la parcialidad del amor.

Pablo de Tarso, sin embargo, no tenía un concepto del amor en el que se incluyera la justicia. Su metáfora preferida para el amor era el cuerpo: así como una mano se debe al cuerpo, así nos debemos a la persona amada, o a la comunidad entera. Una metáfora que no está exenta de perversiones y que ha sido usada sistemáticamente para justificar la sumisión de la mujer al marido, su entrega a la familia perdiendo toda su autonomía. El feminismo contemporáneo, por el contrario, ha clamado contra esta perversión del amor. El amor implica justicia. Implica, ante todo, respeto por la persona amada. Respeto a sus características, a su modo de ser, a sus decisiones, a su cuerpo y, en definitiva, a su autonomía. "Libre te quiero", cantaba el bello poema de Agustín García Calvo. El amor implica el deseo y el compromiso con la libertad de la persona amada. Implica liberarse del miedo a la libertad de aquélla. Si el amor nos hace libres es porque a través de él logramos liberarnos del miedo a la libertad. La violencia suele estar motivada por ese miedo. El maltratador es una persona que oculta en su vesania e insolencia un profundo miedo y una cobardía existencial. Si no hay justicia y respeto a la autonomía, no es amor, será otra clase de dependencia o dominio, pero no amor. No nos debemos al otro como un órgano al cuerpo, sino como personas libres que deseamos que la otra persona crezca en libertad. Después, habiendo garantizado la autonomía, el amor procura el cuidado, el sentimiento, la intimidad y la amistad. Después. Esta reivindicación feminista del amor, de tan larga historia y de tan poca realización, se extiende a todas las formas de amor. El amor parental, por ejemplo. No hay cosa más triste que ver a hijos e hijas cuyas vidas son destruidas por el miedo de los padres a su libertad. Los padres lo viven como amor cuando es solamente destrucción.

Y en la dirección contraria, ¿tiene algo que ver la justicia con el amor? Este fue el ideal republicano, eclipsado por el capitalismo, como bien nos enseñó Toni Doménech. La fraternidad, exigía el cuarto estado en la Revolución Francesa, es un componente básico de una república bien construida. Aristóteles también lo había afirmado. La filía es un vínculo que une a los habitantes de la polis. Sin ella todo es puro negocio o contrato, no justicia. La fraternidad es una forma de amor que se muestra en las conductas, no en los sentimientos. Es una disposición al cuidado del otro a la protección y seguridad de su vida y derechos. Así, la justicia, como también nos enseñó John Rawls, no se asienta sólo en la imparcialidad sino también en la sensibilidad a la diferencia, a la parcialidad en favor del más débil. Rawls decía que no tenemos un concepto de justicia, que la democracia y la política sobrevivirán sólo en cuanto sean capaces de conquistar un concepto común de justicia. Pero establecía estas condiciones mínimas, y el principio de diferencia es un principio de cuidado, un principio que implica fraternidad básica entre ciudadanos. No tan diferente como pueda parecer respecto a Rawls, Amartya Sen proponía otro concepto de justicia basado en las capacidades para construir una vida propia, para formar planes y llevarlos a cabo, una justicia, decía, entendida como libertad. Una sociedad justa es una sociedad donde los ciudadanos pueden hacer planes de vida. Donde tienen futuro, donde hay un reparto de las posibilidades de vida. Aquí, de nuevo, aparece la necesidad del cuidado del otro para que pueda ser libre. La idea de justicia ciega, insensible al cuidado del otro, no es justicia sino un puro modus vivendi que contiene un núcleo podrido de injusticia. Así, las sociedades que abandonan el cuidado a la "caridad", la iniciativa privada, el mecenazgo o a los sentimientos personales de compasión se construyen sobre una base profundamente injusta. Abandonan el núcleo de filía que debe tener una república justa. Sé que los especialistas en filosofía del derecho abominan de estas ideas, que consideran premodernas y ajenas al mundo en el que vivimos. Por eso se pierden en leyes y constituciones y no hallan nunca el sustrato sobre el que se edifican las sociedades justas. 



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